Jamás comí mejor: la cena no sólo fue espléndida, encima estaba sazonada con una pizca de vanidad y regada con abundante satisfacción. Pero no teman por la salud de mi estómago ni por la de mi alma. Estas cosas ocurren —si ocurren— una vez en la vida. Sí que sirvió, además de para que mis amigos le descubriesen un encanto a la poesía, para hacerme una jugosa reflexión.
Para criticar, primero hay que entender; y yo, que no me lo podía explicar, hoy comprendo mejor a quienes se rebajan en televisión, en política o en literatura con tal de conseguir migajas de fama. Ella devuelve, como un espejo de cuento de hadas, una imagen fantástica.
El problema —pensé mientras pedía la cuenta— es el precio. Si tienes que hacer el ridículo y adular al público o al poderoso o a ambos, tu fama, aunque mucha, será mala y, si atrae, es que engaña y te engaña: un espejismo más que un espejo. Yo, que con el episodio del restaurante ya gasté los cinco minutos de gloria que corresponden a cada hombre, seguiré haciendo mis poemas para pocos, entre los que no habrá —por índice de probabilidades— otra propietaria de nada. Mejor que perseguir un premio importante con imposturas es hacer con tiempo la reserva, como todo quisqui.
[En el semanario Alba]
Bien está la moraleja para aprender en cabeza y bolsillo ajenos.
ResponderEliminarPero tus lectores agradecemos esta caída en la vanitas vanitatis porque si no, nos hubieras dejado sin una jugosa historia.