No hace falta ser Lord Peter Wimsey ni Sherlock Holmes ni Hercules Poirot ni el Padre Brown ni el inspector Colombo ni Miss Marple ni Philip Marlowe ni Kurt Wallender para averiguar quién fue el último que estuvo en una habitación de mi casa. Si están subidos los estores y las cortinas abiertas, fui yo el último en pasar por aquel cuarto; si los estores están bajados del todo, fue mi mujer. El enfrentamiento entre los partidarios de la luz callejera y los partidarios de las sombras góticas ha llegado a unos extremos que podríamos calificar de bélicos.
Tampoco hace falta ser adivino para saber quién está ganando la guerra ni quien la va a ganar. Además de la ventaja que da el camuflaje de llamarse “sexo débil”, que ya es recochineo, en este conflicto se unen una serie de factores técnicos, estratégicos e ideológicos que hacen aún más segura mi derrota, si cabe.
Tecnológicamente, los estores de nuestra casa son mucho más fáciles de bajar que de subir. En parte por la famosa ley de la gravedad y en parte porque al subirlos se enganchan con el picaporte y hay que volverlos a bajar un poco, separarlos entonces de la ventana con la mano izquierda y tirar de la cadenita con la derecha. Una lata. Bajarse, en cambio, se bajan del tirón.
Encima mi sagaz esposa ha jugado mejor sus bazas diplomáticas. Ángeles, la asistenta, es aliada suya incondicional. Yo sospechaba que la había sobornado, hasta que después de un hábil interrogatorio se ha ido haciendo la luz (en mi cerebro, no en la casa) y he descubierto que hay una profunda razón antropológica para el empeño titánico de ambas. Las mujeres valoran más el pudor que las vistas a la calle; más la intimidad que el brillo.
Haber captado la idea me hace más vulnerable todavía, pues, aunque sigo prefiriendo las ventanas de par en par abiertas, no dejo de enternecerme con los entrañables motivos del desmedido amor a la semioscuridad de mi mujer. Ella concibe el hogar como una penumbra íntima y mullida, abrigada por las sombras. Cuando uno entiende a su mujer, está perdido.
Como consuelo me queda, al menos, haber desentrañado el misterio de las últimas palabras de Goethe, que tanto han intrigado a la humanidad desde su célebre agonía. El gran hombre murió gritando: “Luz, más luz”, el pobre.
Genial.
ResponderEliminarMaravillosa entrada.Entre las mejores, que ya es difícil.
ResponderEliminarEse tropiezo con el picaporte me es absolutamente familiar ;-). No hay invento peor inventado que el mecanismo de los estores.
ResponderEliminarSin embargo, he de decir que aunque los míos subiesen como la seda (vana utopía), los seguiría teniendo abajo: soy un poco vampiro, me temo.
sencillo y genial, intimista y ... digamos pelin maquiavelico....
ResponderEliminarque razón tienes , comocida a la mujer.. ya queda uno completamente desarmado. Yo aun no acabo de entender a la mia, pero ella tampoco alos mapas
Q.Q.:
ResponderEliminarHace muy bien tu dama
bajando estores
que la luz tiene fama
de ajar colores.
Hay posibles variantes rimando “tu chica” con “perjudica” o “tu señora” con "deteriora" o con "devora", retocando naturalmente otros aspectos.
Tu artículo, divertidísimo.
Un fuerte abrazo.
Fantástico!. Otra batalla más, pero me temo, que también perdida.
ResponderEliminarSe nos ve el plumero hasta en los estores!
Divertidísimo y genial. Y tan doméstico y humano que es imposible no sentirlo propio. Muchas gracias.
ResponderEliminarGenial.
ResponderEliminarA la categoría de máxima se elevan esas palabras que dicen: "Cuando uno entiende a su mujer, está perdido."
Modestamente propongo dos "soluciones" que en casa han dado "resultado" -tras años de similar batalla-: 1: por la sumisión a la paz; 2: instala el despacho en la terraza, jardín o en la azotea...
ResponderEliminarUn saludo.
Bueno pues repetiré a Baltanas y a todos los demas. Genial.
ResponderEliminar