Aprovechando que mis patronos —los altos jerarcas de la Consejería Andaluza de Educación— no deben de ser muy lectores de Alba, les haré a ustedes una confesión. Me he dado cuenta de que mi trabajo consiste en practicar las obras de misericordia espirituales. La extremadamente laica Junta de Andalucía me paga por ello, contribuyendo así de una manera decisiva a mi santificación.
Profesor de instituto, trato de enseñar al que no sabe. Que no saben ya se sabe, y algo les enseñaré en un año, digo yo. Los buenos consejos los intento dar siempre que puedo: los adolescentes los necesitan tanto que algunos incluso los piden. Corregir al que se equivoca es facilísimo: no hace falta aguzar la vista, vaya. Perdonar las injurias cuesta más, como es comprensible, pero qué remedio. Aprender —no le quitemos mérito a los alumnos— cansa, y una manera natural de revolverse es cargar de vez en cuando contra el pobre profesor con un mote definitivo. Uno ha de disponer de la suficiente cintura (y memoria) como para entender que se trata de una venerable tradición educativa.
Después de los exámenes, en cambio, el profesor se reconvierte en paño de lágrimas: ha de consolar al afligido. “Tú puedes, ánimo muchacho, solamente tendrías que estudiar de vez en cuando, sentarte en primera fila, no tirar papeles en clase, dejar de gritar, no hacer novillos, atenderme algo”.
Tolerar los defectos del prójimo, uf. Sobre los defectos del prójimo —o sea, de los múltiples prójimos que nos asedian: alumnos, padres de las criaturas, compañeros y compañeras, como dicen los defectuosos sindicalistas, directivos, altos jerarcas— habría mucho, pero mucho que hablar…, si no tuviese en este momento una viga maestra en el ojo.
La última obra de misericordia espiritual es rezar por los vivos y los muertos, y, si no es lo único, es lo mejor que un profesor puede hacer por sus alumnos. Uno los ve marchar enseguida —los cursos vuelan— y queda lamentándose de que les enseñó poco, que no los corrigió bastante, que se impacientó, que los consoló mal y que los toleró peor. Entonces nos queda la oración, tan versátil.
¿Cómo podría agradecer a la Junta que me empuje a practicar las obras de misericordia espirituales? Y por si fuera poco, ellos hacen conmigo todo el catálogo de las obras de misericordia corporales: dan de comer al hambriento, de beber al sediento, de vestir al desnudo… Dios se lo pague.
Vaya, visto así, va uno con más ánimos a clase...
ResponderEliminarY es que así es como hay que ir.
Excelente artículo.
¡Qué suerte tienen tus alumnos!
ResponderEliminarSi, excelente articulo. Y precioso.Qué suerte tienen tus alumnos.
ResponderEliminarPlas, plas, plas, plas. Espero que lo lean en voz alta en la próxima junta de la Junta. Como bien se ve en tu estupendo artículo, no hay mayor necedad que negar lo que es por necesidad.
ResponderEliminarGracias a todos. No sé que pensarán mis alumnos, pero sí estoy seguro, AnaCó, de que prefiero que en la junta de la Junto no lean mi articulito. A ver si les van a entrar ganas de dejar de alimentar al hambriento...
ResponderEliminarYa...también lo he pensado. El colmo sería que al verse tan cristianizados en tu retrato, te acusaran por delito de difamación. y allí tendríamos que ir, solidarios en procesión, a cumplir la que faltaba. visitar a los presos.
ResponderEliminarDesde luego, casi mejor que no lo lean.
Genial entrada; me quito el sombrero...
ResponderEliminarMaestro:
ResponderEliminarOlvida una:
Despertar al dormido,
o al que se finge dormido.
Buenísimo.
ResponderEliminarMe sumo a los elogios. Buen artículo, sí señor.
ResponderEliminar¡Sobresaliente!
ResponderEliminarJo, pero qué bueno. Aunque me temo lo peor, como la Junta lo lea igual persiste. Aunque, bien pensado, lo más probable será que no pillen la ironía...
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