En el corazón de Palermo, está —esplendente de arte bizantino— la iglesia de Santa María del Almirante, más conocida como La Martorana. Y allí dentro estaba yo el Viernes Santo, a pesar de que no me gusta el turismo, esa manera incómoda de no enterarse de nada. Lo había advertido a menudo, pero no fue óbice para que mi mujer me regalase un viaje por mi cuarenta cumpleaños. “¡Toma!”, dijo al darme los billetes. Y por eso estábamos allí los dos, dispuestos a asistir a los oficios, según el rito griego heredado de san Juan Crisóstomo y san Basilio.
La liturgia era riquísima; el brillo de los mosaicos deslumbrante; los olores a incienso y perfume, embriagadores; los cantos, tan hondos que me arrastraron al pozo donde se abisman la soleá y la saeta. Siguiendo a nuestros compañeros de banco, nos santiguábamos sin cesar, nos levantábamos, nos sentábamos. Entender, entendíamos poco. Apenas los rasgados Kyrie Eleison y, de pronto, algunos alegres Alleluia, con que alternaban los lamentos, supongo que como un presentimiento de la próxima resurrección. Lo supuse, y recordé la graciosa copla de Muñoz Seca: “Virgen de la Macarena/ ponte la cara bonita,/ que ya sabemos to er mundo/ que el Domingo resucita”.
Pero antes de la Resurrección había que pasar por la tumba. En un momento dado, todos los fieles desfilamos por debajo de un icono que representaba el Santo Entierro, y que sostenían dos sacerdotes barbados como popes. Teníamos que inclinar la cabeza mucho y agacharnos; y la sensación era, talmente, la de descender a una gruta muy profunda. Se erguía uno impresionado.
Justo antes habíamos salido a la plaza en procesión con ese mismo icono, simbolizando el traslado del Cuerpo de Cristo hasta el Sepulcro. Dos mujeres llevaban enormes jarrones de flores, un diácono incensaba, otro asperjaba agua de rosas y todos cantaban canciones antiquísimas. Los turistas nos hacían fotos, completamente atónitos. Ante la extrañeza del público, que nos miraba sin dar crédito a sus ojos, mi mujer me susurró: “Y nosotros en la procesión, como los más autóctonos del lugar”.
Así era. Pertenecer a la Iglesia es encontrarte en casa en cualquier rincón del mundo, en cualquier idioma, con cualquier rito. Pertenecíamos, efectivamente, a la comunidad. Éramos, ¡aleluya!, todo lo contrario que unos turistas.
¡Qué bonito, ser más que un turista, ser, no sólo el que ve, sino el que además es visto!
ResponderEliminarGenial, divertido y profundo a la vez. Ese "¡Toma!" lo entiendo perfectamente.
ResponderEliminarEs cierto esa sensación que comenta usted, don Enrique, de sentirse "integrado" cuando entra en una iglesia en cualquier lugar del mundo...
ResponderEliminarYo, por mi parte, odio el sentirme "guiri" cuando salgo fuera. De hecho nunca llevo planos cuando paseo por las calles de cualquier país: el plan de "acción" lo hago siempre en el hotel; planeo la ruta, los sitios que voy a visitar... todo en la habitación, antes de salir. Si me pierdo, camino o miro los planos de las paradas de autobús... o pregunto si entiendo el idioma, que casi siempre es que no.
Pero la sensación cuando entras en cualquier iglesia es: "estoy en casa y sé que aquí me entienden perfectamente"...
Gran artículo. Y me alegra muchísimo que hayas podido asistir a una liturgia oriental: es algo que no se olvida. Sicilia es griega mucho antes y mucho más que romana.
ResponderEliminarY supongo que ya estarás empezando a agradecerle a tu mujer el regalo del viaje, por mucho que rezongases para mantener la pose anti-viajes.
Gran belleza descriptiva. Es tan real.
ResponderEliminarEn cambio cuando entro en una Iglesia fuera de mi país (Cádiz, claro está, o República Independiente de la Viña), me siento cómodo, con paz, feliz.
Es el único sitio donde respiro y descanso.
Un abrazo y felicidades por la entrada.
¿Que tal Granada?.
ResponderEliminarSupongo que con rotundo éxito de público y crítica. A ver si hay suerte y te prodigas por la provincia.
De Sicilia me quedo con el paso por el estrecho de Mesina, las vistas del Etna desde la mar y sobre todo con Catania, más limpia, más tranquila y más mediterránea si cabe que Palermo.
Saludos.
Precioso y reconfortante. Qué pena no veros en una de esas fotos de los turistas atónitos.
ResponderEliminarY qué impresionantes la procesión del traslado y el gesto de entrar en el Sepulcro. Leía hace poco que la devoción conmovida por los sufrimientos físicos de Cristo procede de la iglesia oriental, con una mentalidad quizá más imaginativa y sensible, mientras que en Occidente no se extiende hasta San Francisco de Asís. No sé, pero la verdad es que yo no me había parado a imaginar la escena del traslado -quién ¡y cómo, madre mía! llevaría el Cuerpo de Cristo en brazos hasta el Sepulcro- hasta hace muy poco y gracias a unos comentarios al descendimiento de Ribera en el Blog de Arp. Es un poco como si saltáramos de escena fija a escena fija, o de estación a estación, olvidándonos de lo entre medias. Seguramente ahí los orientales nos lleven ventaja. Aunque también, ya puestos, los africanos, que ayer oía a un ruandés que contaba que en África celebran la Pascua todos bailando y con túnicas blancas, que eso sí que es alegría y no esta sosez...
Sí que es una maravilla la Iglesia.
Qué bueno, Enrique. Y todo eso, sin dejar de ser tú. Acabas de reinventar el turismo. ¿Ves como merecía la pena? Si es que hay que hacer caso a la mujeres...
ResponderEliminarPedazo de artículo.
ResponderEliminarTiene color, sentimiento, humor y arte.Muy bonito.
Enhorabuena.
Espero que Leonor te siga animando a viajar para que podamos disfrutar de artículos de viaje tan geniales como este.
Como católico, no creo que la Iglesia se base en ese sentimiento de comunidad de masas. Supongo que lo mismo debían sentir las Juventudes Nacionalsocialistas cuando desfilaban. A veces no doy crédito a los comentarios sobre sentirse "integrado" etc. De verdad que no quiero ofender, pero es que si cambiamos los símbolos daría igual estar describiendo un desfile del PCUS.
ResponderEliminar