viernes, 23 de abril de 2010

Día sin libro

Francisco Bejarano ha observado con perspicacia que cada vez que el santoral laico dedica un día a algo es porque está en peligro o languidece. Hay días internacionales de la paz, del agua potable, de la igualdad laboral de la mujer, de los inmigrantes, etc. Sería un buen signo que la ONU, agobiada ante la obsesión lectora de la población mundial, declarase el Día sin Libro. Cervantes avisó con el Quijote de los peligros de un exceso de lectura: eran otros tiempos y él, un lector impenitente que se paraba a leer los papeles que encontraba por el suelo. En cambio, este jaleo subvencionado y oficial de finales de abril con el Día del Libro, Sant Jordi y ferias anejas recuerda más una imagen de Dante (o sea, dantesca): los movimientos en la cama del enfermo que no acaba de encontrar una postura que le alivie un poco.

En el Día sin Libro habría que volcarse, por llevar la contraria, en la vida. Yo voy a contar dos sucedidos de mis alumnos. Claro que las cosas no son tan simples, porque si no llega a ser por la literatura no hubiese disfrutado tanto.
I
Un alumno me contó su viaje a Alemania con su padre. Éste llegó una mañana muy decidido a su casa, en Jerez de la Frontera, y llamó a la puerta del cuarto de su hijo, diciendo: “¡Chico, haz la maleta que esta tarde nos vamos a Alemania a comprarnos un Mercedes!” Como suena. Alguien le había contado unos meses antes que en Alemania se podían conseguir coches de lujo de segunda mano muy baratos y le habían prometido unas gestiones que no terminaban de cuajar. Harto de esperas, había decidido actuar por su cuenta, ea. Cuando llegaron a Alemania, padre e hijo no sabían a quién dirigirse, llovía sin descanso, echaban las tardes enteras juntos en el hotel, tumbados en la cama, sin poder ver la tele, que no entendían y en los bares pedían por señas. Tuvieron que contratar a un traductor. Se volvieron —vaya si se volvieron, recalca orgulloso el hijo— con un coche. Era una cuestión de pundonor. Atravesaron conduciendo, casi sin parar, porque tenían muchas ganas de llegar, media Europa. Mi alumno, con todo, dice que no merece mucho la pena ir a Alemania a por un Mercedes, que no trae cuenta, lo desaconseja. Yo lo oía como el que lee un cuento de Flannery O’Connor. (Es una lástima que en el blogg no se escuche el acento sureño.)

II
Instruyendo a los de Soldadura sobre la conveniencia de poner todo de nuestra parte para conseguir las cosas que uno desea, un alumno aportó la historia del amigo de su tío, ambos soldadores. Ese joven quería casarse con una universitaria, explicó mi alumno, aunque yo supongo que entonces, al principio de la historia, simplemente le gustarían las universitarias, como tonto. Fuera lo uno o lo otro, a la hora del bocadillo en Astilleros, él se repeinaba y se iba todos los días, todos, al bar de la universidad, que está a diez minutos en coche. No perdonaba un día. Ahora, resumió el alumno, satisfecho como si él fuese el protagonista o al menos su tío, está casado con una universitaria la mar de guapa y que gana sus buenos billetes. Bien, ¿recuerda o no recuerda (y eso que nos faltan los detalles de la conquista) un cuento del Decamerón?

3 comentarios:

  1. La verdad es que lamento confesar que no sé si parecen a FOC y al Decamerón respectivamente, pero que son de literatura son de literatura.

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  2. No lamentes nada, Juan Ignacio. Al revés, te agradezco el comentario porque efectivamente me he expresado mal. Quería decir que gracias a haber leído a ellos, disfruté lo que me contaban. A ver cómo lo corrijo.

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  3. Yo sé, yo sé. ¡El negro artificial!

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