Tenía cierta prevención a desfilar en los entierros por
delante de la familia cuando se pone al pie del altar, porque lo habitual es
conocer nada más que a uno o a dos de ellos, y hay que saludar a todos. Hoy,
sin embargo, he entendido el gesto. Generalmente, la vida social se hace a la
salida de la iglesia, en la calle, pero aquí nos permitimos una excepción y se
intercambian unas breves palabras, un abrazo, un beso casi en el altar. Y es
justo y necesario porque la muerte es un sacrificio, y las muestras de cariño
son casi un sacramento, y estamos hermanados todos, conocidos o desconocidos.
Un beso entonces es –parafraseando a Machado– algo perfectamente serio.
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