Hoy, víspera del pistoletazo de salida de otro curso más y Exaltación de la Santa Cruz, puede ser un gran día para confesarme. Me desespero por no estudiar (y nunca a fondo y jamás con toda la tarde por delante) lo que me gustaría y tanta falta me hace, por no tener paz para
reflexionar después, dándome, por ejemplo, un paseo por la playa, por no
poder escribir más tarde los libros –y son varios en distintos géneros–
para los que tengo meticulosamente apuntados los títulos y dos o tres ideas vagas en la cabeza, por no hacer vida de escritor, no vida literaria, sino bibliotecaria, a todas horas.
Luego pienso:
1- Cumplo mejor que nadie el axioma
socrático: sé que no sé nada; y además lo intensifico con unas
gotas sartrianas: porque no estoy satisfecho ni resignado ni dando
una lección magistral de filosofía, que ya la dio Sócrates y para
siempre, sino angustiado. Además, por mucho que pudiese leer,
seguiría sintiendo esa angustia: la verdad, como dejó claro B16 en
Madrid, es inabarcable. Tal vez, la auténtica cultura no radique
tanto en tenerla –me paso la mano por el lomo malherido y me doy el
primer consuelo– como en desearla ardientemente. Y eso sí.
2- Bien podría haber sido un escritor
maldito, de esos cuyas biografías rodean con un halo sus escritos, uno entregado a la bebida o estragado por las drogas. O con el
corazón destrozado por otra mujer, o devastado por varias. O adicto al juego. O
a la fama, ése otro juego de azar, teniendo que responder todo el día a entrevistas y
cuestionarios… En cualquiera de esos casos tampoco tendría tiempo
para leer y reflexionar. De modo que –me cuento, acunándome, cuando me acuesto–
mi adicción es a la vida ordinaria y a un amor constante y a una casa que
mantener y, laus Deo, a unos hijos que acostar. Soy un poeta maldito
que ha medio tirado su obra al vicio de vivir a su manera. Segundo
cumplido consuelo.
3- Por último, pienso en el Opus Dei. Si me creo que se puede aspirar a la santidad dentro
de la vida más ordinaria y cumpliendo uno tras otros los inacabables
deberes cotidianos, ¿no estoy obligado a creerme de todas todas que
dentro de esa misma vida y encarando esos mismos deberes minuciosos
puedo aspirar a la poesía? Y si dudo de esto último y pierdo la esperanza, ¿no será
que tampoco me creo en serio lo de la santidad? ¿Y no serán ambas
aspiraciones una misma vocación, que exige, ay, ay, este estar a todo, tratando de transfigurarlo: al Instituto, al baño de los niños, a la cuenta corriente, a
la oración de la mañana, a la misa de la tarde, y al poema de la
noche, si hay mucha suerte, de higos a brevas, y si no me vence el
sueño?
Ozú. Y yo pensando con qué hago la oración por la mañana. ¿Para qué leo Rayos y Truenos?
ResponderEliminarPor cierto, el segundo párrafo, quitando alguna oración más prosaica en el medio, es casi un poema de esos de la experiencia.
!Qué consuelo leer tus tres consuelos! Muchas gracias, Enrique, alivias mi frustración de cada día.
ResponderEliminarAy, volveré a esta entrada para consolarme a menudo. Abrazos.
ResponderEliminarSi valiesen las confesiones a dúo, me ponía de rodillas contigo. De 3, es la misma vocación, Quien llama para una cosa no puede dejar de llamar para la otra, si es que no queremos creer en alguien esquizoide.
ResponderEliminarHablando de dúos, precioso el dueto en el periódico.
Lo mismo que me decías tú cariñosamente y hablando de otro tema en el comedor de Pozoalbero te lo digo yo a tí ahora, leyendo hoy tu blog: "¡mi hermano!".
ResponderEliminarHace ya algunos años y según han ido viniendo mis niños con su días y sus noches, entre viaje y viaje a Sevilla, me voy haciendo las mismas preguntas: ¿para cuándo podré trabajar como el mejor y si es posible más que el mejor? ¿para cuando el ser sabio, que no me lo van a perdonar si no lo llego a ser? ¿para cuando la hondura, la pausa, el surco que tiene que dejar mi trabajo intelectual? ¿para cuando dejaré de echar balones fuera, un día detrás de otro?
Danos fe, Señor. Un fuerte abrazo amigo, hermano.
Preciosa entrada. Sobre 1- no dejes de leer, si no lo has hecho ya, La tristeza del mundo de Enrique Andrés Ruiz. Imprescindible.
ResponderEliminarSuscribo la recomendación de Dal. Este verano leí La tristeza del mundo, es muy bueno. Merece una relectura.
ResponderEliminarAhora estoy con Santa Lucía y los bueyes, del mismo autor. Fabuloso.
Por ponerle un pero: lástima de prosa a ratos farragosa del autor. Ganaría con menos perífrasis y más claridad. Aunque las ideas son de gran calado.
Magnífica entrada la de hoy (como siempre, dicho sea de paso)
Sí que es buena la entrada -y el artículo incrustado.
ResponderEliminarAhora me he acordado de Hoja de Niggle, el cuento de Tolkien, por lo de la vocación al arte y la vocación a la santidad. Tendría que releerlo, pero guardo muy buen recuerdo de él. Ah, está aquí.
Muchísimas gracias. Tendría ahora que reescribir el refrán: "Consuelo de muchos, mal que se difumina". Qué buena compañía. Y demos la más fraternal bienvenida a Chema Ucha a la tertulia activa. Saldremos todos ganando.
ResponderEliminarSí que leí La tristeza del mundo, gracias Dal y Riemann. Muy consoladora esa idea de que el libro necesario nos busca. Un cuarto consuelo, que os agradezco mucho a los tres (empezando por Enrique Andrés Ruiz) que me hayáis recordado.
Leeré "La hoja de Niggle", que no conocía. Gracias, Ángel.