Al entrar en el tren de vuelta al Puerto, vi con alivio que en nuestro coche viajaban otros dos niños. Nada más sentarnos oí como el padre les leía a los hijos un hermoso cuento titulado "La vaca solidaria". Y, mea culpa, confieso que me reí por dentro. Pero me duró poco la risa, muy poco. Mis hijos empezaron portándose fatal desde el principio. La imagen de Carmen corriendo por los pasillos —y yo detrás— tras haber descubierto el mecanismo casi mágico de apertura de las puertas sólo es superada por el momento en que, para consternación de todo un vagón, como la puerta no se abría al sutil contacto de su leve mano, empezó a darle patadas como una diminuta delincuente. La pareja de la vaca solidaria miraba la bravura y el tronío de mis criaturas con verdadero pasmo. Con el mismo, miraban nuestra brega para controlar tales esfuerzos, y nuestras amenazas, alguna vez cumplidas.
A mitad de camino, los dos grupos se mezclaron. A Pablo, el manso niño de la vaca solidaria, le pasó como a los mansos que sueltan en las plazas, que en vez de arrastrar al toro, se apuntan al desmadre, y empezó a correr los pasillos con Carmen. Lo peor fue cuando se pusieron a hablar de cuentos. El padre de Pablo preguntó a Carmen, tratando de apaciguarla, que cuál era su cuento preferido: "Caperucita Roja". "Ah", dijo. Pablo y Martina también se lo sabían, pero en la versión edulcorada. Cuando Carmen empezó a describir con bastante emoción cómo el lobo se tragó primero a la abuela y después a la niña, hubo un instante de nerviosismo. "¿Y otro cuento no te sabes, Carmen?". "Sí, el de Jonás". "¿Jonás?" "Sí, me lo cuenta mi papá en el baño". Yo, como estaba sentado en la ventana, hundí la cabeza entre los hombros y la mirada en las simas de Sierra Morena. "Jonás quería huir de Dios y venirse a Tarsis, pero ¡AMMMM!, se lo tragó una inmensa ballena negra, y él lloraba a oscuras en la tripa de la ballena, hasta que después de tres días y tres noches lo escupió, PUFFFF, en una playa". "Ah, qué interesante", dijeron al unísono.
Y yo ya no me reía, porque empezaba a tener dudas —que todavía me duran— sobre nuestros métodos pedagógicos. Sería muy duro para mí recurrir a la vaca solidaria, pero si no queda otro remedio...
Ja, ja, ja, ja, es buenísimo.
ResponderEliminar"La vaca solidaria", ja, ja, ja.
La aburridísima gente pluscuamperfecta. Seguro que la vaca también reciclaba los bricks de su propia leche, je, je, je.
Qué suerte tienen tus hijos de que les dejes vivir la infancia, porque los que no pasan por todas las fases de la vida no maduran en condiciones. Eso sí, los demás agradecemos que, si a los hijos se les ocurren gamberradas, que es lo que procede, haya un padre cerca para pararles los piés. No para decirles lo que tienen que hacer, sino para obligarles a hacerlo si se rebelan.
Muy bueno, Enrique. No te preocupes, los lobos deben comerse a los niños y abuelas, si no cuando ellos vean alguno, en vez de salir corriendo les van a acariciar y se iban a enterar...
ResponderEliminarPero para que veas cómo va el rollo hoy día. En la biblioteca no me dejaban sacar, con el carnet de niños películas del Oeste, que son de una claridad moral sin reservas, los buenos, buenos y los malos, malísimos...pero claro hay pistolas. En cambio si estaba en la sección "niños" ¡"Ana y los siete"! que nunca he visto, pero siendo de Ana Obregón y políticamente correcta, los mensajes que trasmiten deben ser la pera.
Una putada que me hizo mi madre de pequeño consistió en llevarme de la mano a visitar a mi abuelo que estaba durmiendo la siesta en su cuarto, a oscuras, y mi madre se asomó y empezó "abuelito, qué orejas tan grandes tienes", "abuelito, qué dientes tan grandes tienes", "abuelito, que ojos tan brillantes tienes". Y yo tiraba de ella hacia fuera de la habitación como si no hubiera mañana, acojonado ante la perspectiva de que un lobo se hubiera comido a mi abuelo, para luego disfrazarse de él y acecharnos en su cama.
ResponderEliminarSuscribo a Isabel, risas incluidas.
ResponderEliminarTú tranquilo, no hay relación causa-efecto.
ResponderEliminar