Me asusté de que mi emoción Frigidaire resultase exagerada e injustificada,
hasta que escarbé en mi memoria. Cuando mi
madre se puso gravemente enferma por primera vez y nosotros éramos pequeños y
mi padre un recién fichado investigador de González Byass, en la
bodega le dijeron que podía irse a Madrid todo el tiempo que fuese necesario
para el tratamiento de mi madre, sin preocuparse en absoluto por su puesto de
trabajo, que esperaría. Mi madre estuvo casi un año en el hospital, sin volver a casa —lo hizo para mi Primera Comunión—, y mi padre la acompañó todo el rato. A nosotros nos criaba una tata, Lola, que lo sacaba todo para adelante.
Se curó mi madre a Dios gracias, y a mi padre le quedó un agradecimiento a
la bodega que habría que echar a pelear con el del padre de Sara a Frigidaire.
Eso le hacía, además de desarrollar una actividad incansable, que le costaba las bromas constantes de
sus amigos ("¿Es tuya la bodega acaso?" y así), ir
pidiendo vinos de la casa por todos los bares y restaurantes del mundo, y
levantarnos a veces de la mesa si no los tenían. O incluso saltarse las delicadas normas de
urbanidad del Marco de Jerez y pedir Tío Pepe en la presencia de
Osbornes, Terrys, Caballeros o Domecqs. Yo lo veía un tanto sobreactuado, porque
los González, que eran los dueños, no se ponían tan persistentes ni tan
insensibles a las sensibilidades de otros bodegueros, pero le entendía.
Luego, Leonor entró a
trabajar en González, y sin decir ni pío ni colgarse ninguna medalla
también ha dado en sentir los colores (los sabores, los olores) como la que más. Como ella es antigua bodeguera por parte de padre (véase a la derecha) y de madre (véase el enlace), podría haberse notado un tanto los anillos antes de trabajar para la triunfante competencia, pero nada: todo lo contrario. Por tanto, el abrazo de Stephen Covey a la historia de su mujer, vía frigoríficos, me lo da a mí mi mujer en la mía vía soleras y crianzas. La anécdota de Frigidaire me afectaba más de lo que sospeché mientras la leía, más de lo que presentí mientras redactaba el artículo. Sólo mi emoción —que me parecía exagerada, y era justa— dio la voz de alarma.
también ha dado en sentir los colores (los sabores, los olores) como la que más. Como ella es antigua bodeguera por parte de padre (véase a la derecha) y de madre (véase el enlace), podría haberse notado un tanto los anillos antes de trabajar para la triunfante competencia, pero nada: todo lo contrario. Por tanto, el abrazo de Stephen Covey a la historia de su mujer, vía frigoríficos, me lo da a mí mi mujer en la mía vía soleras y crianzas. La anécdota de Frigidaire me afectaba más de lo que sospeché mientras la leía, más de lo que presentí mientras redactaba el artículo. Sólo mi emoción —que me parecía exagerada, y era justa— dio la voz de alarma.
Las buenas acciones que realizan algunas empresas, si llegan a conocerse, consiguen una publicidad que rompe todas las reglas de la propaganda: No se elogia el producto que se va a vender, elogio que en el caso de esa Bodega está más que justificado, sino un comportamiento ético; y no se busca ni se paga, por lo cual es eficacísima, pues quien se anuncia pretendería, si pudiera, hacernos creer que la excelencia de lo anunciado responde a la realidad, en vez de al pago de un servicio.
ResponderEliminarJilguero.
Preciosa anécdota ésta y la de frigidaire. Y qué bonita las cuentas y las conectas.
ResponderEliminarEstoy con Jilguero. La gratitud es pura, no persigue siquiera la publicidad como pago y por eso es aún más eficaz, por creíble.
Muchas gracias y chin chin.
ResponderEliminarGracias Enrique. A partir de ahora miraré ese anuncio con otros ojos y brindaré por el buen comportamiento de Tío Pepe con su vino.
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