viernes, 19 de julio de 2013

Querer saber



Ayer vi a una chica que bajaba andando, con su bicicleta del manillar, la maravillosa cuesta de casa de mis padres hacia la playa. Para Beades, un símbolo superior de la felicidad es el ukelele, para mí una cumbre es una cuesta abajo en bicicleta. No comprendo, pues, por qué se había echado a tierra, si la bici —me fijé— no tenía ni una rueda pinchada ni la cadena suelta. Me hubiese encantado conocer la historia: ¿hacia dónde iba que no llevaba prisa ninguna? o ¿hay una voluptuosidad que desconozco en bajar andando las cuestas? o ¿era una renuncia ascética? Me quedé sin saber, qué lastima. 

Luego, por la tarde, tuve que ir a Urgencias: no os precupéis, no era para nada de mis hijos, sino para mí. Y qué de historias en la sala de espera, cuántas. Un novio jovencísimo y capullo había atropellado a su novia jovencísima y simpática dando marcha atrás en el coche. Eso lo descubrí al rato. Me llamó la atención desde el principio lo poco enfadada que estaba ella con el accidente. Un marinero se había echado la pierna abajo al saltar al pantalán y no se permitía ni una mueca de dolor. Un caballero había perdido el habla durante una hora y estaba —y lo entiendo— seriamente ensombrecido. Recordé entonces a mi viejo Max Jacob (Consejos a un joven poeta), donde insta a visitar juzgados y hospitales, que es donde se concentran y exacerban las historias. De mi visita a un juzgado hace unos años, hablaré próximamente. 

Lo mío no era grave. 

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