Era tan optimista que cuando le sucedía una desgracia quedaba desconcertado. Pero había aprendido a cogerle las vueltas a su optimismo: enseguida recordaba, no sé, momentos gloriosos con el amigo perdido, conversaciones redondas, frustrados futuros perfectos, pasados días de vino y rosas y, gracias a la ternura, fluían las lágrimas. En el fondo eran de felicidad y agradecimiento, sí, las únicas de las que él era capaz, pero conjuraban
la melancolía y, sobre todo, rendían su justo homenaje.
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