sábado, 11 de enero de 2014
Madrid de nuevo
Tenía cinco minutos, así que leí, antes de salir para Madrid, otra serie de aforismos de Vicente Núñez. Eso que me llevé: "La sabiduría, si no es niña, está podrida"; "¿Qué se es si no es desdeñado lo que no se es?"; y "Cuando la gallina sale a proscenio taconea con el pico".
Salí a proscenio. A la derecha dejaba, entre los edificios, se vislumbraba una aurora incandescente, rosa fuerte o violeta suave, de una luz interior, como de vidriera. Di una curva, camino de la estación de tren, y me la encontré de frente, inmensa, de golpe. Yo todavía no había ganado mi día, pero él ya me había ganado a mí.
Al coche de delante se le habían caído algunas letras y ponía TRÖE, como una ninfa mitológica, a la luz de aurora.
En el andén los que vamos a Madrid miramos por encima del hombre a los de Cercanías.
Se encuentran dos compañeras de clase, que vuelven a la Universidad. La más fashion le cuenta: "En mi grupo de amigas hemos hecho resúmenes y en vez de, no sé, 150 páginas que tiene el libro, venga, ea, pues 12 folios".
Gracias a que el tren viene con retraso, vemos (lo vemos todos, no sé si se fijan los demás o no) como la aurora se va emblanqueciendo sobre el río Guadalete y el caño del molino.
Leo una estupenda entrevista a Isabel Bono. Me alegra ver que se reconoce la sensibilidad y el talento. Habla con gracia de estar o no estar en "modo poema", pero yo diría que está en "modo Bobin".
No consigo leer todo lo que tenía planificado. El ALVIA va demasiado rápido y el paisaje magnífico de Sierra Morena lo complica todo. Llego a Madrid.
Supongo que Velázquez se sonreirá de lo mío. Cuando paso por el Museo del Prado, pienso —siento—: "La casa de Jaime". La sangre es más espesa que el óleo, que es algo que don Diego Rodríguez de Silva y Velázquez entenderá mejor que nadie.
En el Paseo del Prado, ramas alicaídas.
Misa en el Cristo de Medinaceli. El cura tiene una enorme dificultad con las palabras. Hace un esfuerzo físico y psicológico agotador para recitar el canon y se queda en blanco, boqueando cada cuanto. Eso aumenta mi atención y mi devoción: son palabras sagradas e inalcanzables. Cuando consigue decir una frase de un tirón, sonríe como un niño satisfecho, un niño bueno, que ha cumplido.
Almuerzo con una amiga. Es la encargada de la administración de una revista en la que publico. Me he hecho tantos líos con las facturas, he perpetrado tantos errores contables, retrasos, adelantos, los de Hacienda hicieron un requerimiento muy enfadados por no sé qué probable engaño y era yo que había puesto mal mi NIF, todo eso, que hemos tenido que hablar continuamente hasta terminar quedando hoy. Lo paso muy bien. ¡Qué suerte ser tan desastre!, pienso en el postre.
En clase me equivoco también, naturalmente. Presento varios haikus para que escojan su favorito y, sobre todo, para discutirlos e ir calentando el sentido crítico y, sobre todo, apreciativo. Un alumno reconoce rápidamente (¡bien por él!) que no entiende uno. Se lo explico. Lo entiende (¡más que bien!). Luego pregunto por otro y lo explica a la perfección (¡bien!) con cierto titubeo al principio y, al ver que está acertando, con más entusiasmo (¡requetebién!). Terminado el análisis, pregunto cuál es el favorito de cada uno, y ese alumno me dice el que nos explicó, pero yo creo (¿por vanidad quizá?) que dice el que le expliqué. Exulto y digo: "Eso pasa: la dificultad vencida produce placer estético, un inesperado deslumbramiento, la aletheia de los griegos". Cuando me doy cuenta de que le gustaba el que nos explicó él, me sonrojo (y ya voy solo, en el tren de vuelta, sin remedio) y lamento la ocasión perdida de haber dicho otra verdad muy grande y quizá más mía: "Enseñar es aprender dos veces", que dijo Voltaire.
Por cierto, no me había dado cuenta de la cantidad de autores franceses que cito, yo que me creo oh, dear, tan anglófilo. Hasta esta clase en la que vaya si me he percatado. Había una chica francesa, muy atenta. Cada vez que tenía que pronunciar el nombre de un francés, un nudo en la garganta. ¿O era en la lengua?
En Atocha: las tortugas, una hamburguesa enorme y Cereijo, de menos a más en mi regocijo.
De noche Sierra Morena es una sierra negra. Pero ahora, que podría leer, cansado.
En Sevilla, transbordo al Cercanías. Muy bien para purgar el esnobismo de la lejana mañana.
En el asiento de al lado al que me corresponde un joven muy gordo, que desborda, como de serie americana. Efecto al que contribuye su gorra de béisbol. Va comiendo un bocadillo más ancho que largo, y era largo, y trae un vaso con tapa con café con leche y una tarrina de helado de chocolate. No le falta ni gloria. Yo me voy a otro asiento, más que nada por caber. Es tarde, vamos cansados y reina el silencio. Tras la cena, el joven saca el teléfono y llama, con una voz muy dulce y aflautada, paradójica. Informa que ya va llegando a casa y pregunta: ¿Y Tano, qué, ha dado positivo en la prueba del Sida?". El respingo silencioso del vagón fue para verlo, pero se impusieron las caras de póker. No le han dado todavía las pruebas, pero está muy tranquilo y confiado. Repasó luego los gatos de la casa: muchos, una que muerde, y uno chiquitito, que se acaban de encontrar y que, al final, se van a quedar. Ese nudo sí que era en la garganta indudablemente.
Llegué al Puerto, a la estación, a mi coche, a mi urbanización, a casa, a la cocina, a la nevera, al ordenador, al dormitorio de los niños, al mío, al baño, a la cama y a esas alturas del día cada paso era un esfuerzo y una promesa, más cerca, más cerca, más cerca de dormir.
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