jueves, 3 de abril de 2014
Quico
Acostando a los niños, siento de pronto el imperioso deseo de tomar algo salado. Los dejo en la cama y voy sigilosamente a la despensa. Tomo un buen puñado de quicos. Como hacen (hago) tanto ruido me quedo en la despensa, reflexionando mientras roo. "¿Qué haces, papá?", dice a mi espalda, dándole a mi mala conciencia un susto de muerte, la altura diminuta de los dos años largos de Enriquito. No contesto, acogiéndome a la quinta enmienda. "¡Quiero quicos!" "Quique, no puede ser", contesto, "porque ya te has lavado los dientes". "¿Y tú?" "Yo todavía no me he lavado los dientes". "Quiero quicos", con voz llorosa y, lo que es peor, alta. Y no sé si por debilidad de carácter o por miedo de que se entere la madre (más debilidad de carácter), le doy un quico. No se escucha crack. Le miro. Me dice: "Me lo he tragado", con una sonrisa de triunfo, "mira que limpios los dientes". Y abre la boca, con orgullo. ¡Se lo ha tomado como un ibuprofeno! Y yo abro la boca, en una sonrisa, con orgullo.
¿Por qué de niños somos tan geniales y luego se nos pasa?
ResponderEliminar