Otras gracias, además, más invisibles, habré recibido en la beatificación de Álvaro del Portillo, no lo dudo. Las dos ceremonias fueron emocionantes y contenidas, y la inmensa Valdebebas se puso íntima como una pequeña plaza. Pero gracias a don Álvaro he vivido dos momentos muy importantes para mí este fin de semana. Pude darle un beso a una prima de Leonor que acaba de salir de una operación nuevamente. Eso, por un lado. Por otro, el viernes cené con mis muy antiguos amigos y amigas de la Universidad de Navarra, que habían acudido a Madrid por lo mismo. Lo viví como un favor del nuevo beato, pues yo soy muy ensimismado, muy sedentario, como sabéis, muy presentista, como se confiesa en el poema, muy dejado, soy todas esas cosas y más, y los tenía muy abandonados, aun sabiendo lo que me perdía. El viernes lo sentí, ganándolo. El único que me dijo que seguía igual que siempre, ¡idéntico, vamos!, fue uno de ellos que no ve demasiado bien. Pero algo sí seguía igual, casi treinta años después, el humor, la complicidad, la compenetración. Y mi alegría.
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