Qué torpe. Dos veces, dos, le he recordado a don José Lobo, mi profesor de 6º de EGB, la torta que me dio. Las dos veces se ha cortado mucho, incluso la primera vez se puso colorado, con la de kilómetros que tiene ya y que siempre tuvo. Los hechos fueron los siguientes. En clase de Historia me sacó a la pizarra para hacerme algunas preguntas de la Edad Media. Para mí como si fuese la prehistoria: no tenía ni idea. Pero había estado leyendo algo por ahí de Ricardo de Woodstock, el Príncipe Negro. Con tan mala suerte que ya estábamos cerca de Navidad y que contesté, a medias con mi dislexia: "¡El Rey Negro!" La carcajada de la clase, que creían que aludía y veneraba al Rey Baltasar, que ya se acercaba por los arenales, fue estruendosa, aunque no tanto como el guantazo que me soltó el Lobo, furioso —supongo— de que el alumno aplicado por antonomasia le hubiese hecho esa mala jugada por la espalda. Yo asumí que las cosas habían salido de ese modo, y hasta me compensaba por tan abrumador éxito humorístico ante todo mi curso.
Pero al recordárselo a don José, no le ha hecho ninguna gracia. "Naturalmente", me he regañado a posteriori. A ningún profesor le gusta castigar, ni un poco, y menos así. Qué torpeza la mía recordárselo, por mucho que yo crea que, dadas las coincidencias, me lo gané, y aunque lo guarde en el recuerdo sin ningún dolor ni resentimiento. Para la próxima vez tengo que contarle que fue en otra de sus clases la primera vez que sentí la potencia de lo poético. Todavía recuerdo la luz de aquella mañana y el extraño silencio interior, hondísimo, que siguió a la lectura. Había oído y leído mucho verso antes, pero fue ante Claudio Rodríguez y en aquella clase cuando me quedé pasmado:
ALTO JORNAL
Dichoso el que un buen día sale humilde
y se va por la calle, como tantos
días más de su vida, y no lo espera
y, de pronto, ¿qué es esto?, mira a lo alto
y ve, pone el oído al mundo y oye,
anda, y siente subirle entre los pasos
el amor de la tierra, y sigue, y abre
su taller verdadero, y en sus manos
brilla limpio su oficio, y nos lo entrega
de corazón porque ama, y va al trabajo
temblando como un niño que comulga
mas sin caber en el pellejo, y cuando
se ha dado cuenta al fin de lo sencillo
que ha sido todo, ya el jornal ganado,
vuelve a su casa alegre y siente que alguien
empuña su aldabón, y no es en vano.
Tu profesor se tiene que sentir muy orgulloso, incluso a pesar del recuerdo de la torta, que era algo relativamente normal cuando éramos pequeños. El poema es, como todo Claudio Rodríguez, pura emoción verdadera.
ResponderEliminarPoemazo. Un bofetón de belleza.
ResponderEliminar