En la página web del Diario se han comido el último párrafo de mi artículo. Así que me dije: "Qué bien, así el artículo tiene su parte práctica". Pero tan bienhumorada reacción fue segunda y después de comprobar que en el papel (véase a la izquierda) estaba bien recogido.
Entonces me escamó, de golpe y de terceras, la generosidad de espacios de mi columna, y he corrido a contar los caracteres y, ay de mí, lo mande mal, cortísimo. O sea, que el artículo era de verdad práctico y reversible. En la redacción sufrieron anoche mis defectos de prójimo sin remedio.
Y eso que me pasé todo el rato, mientras lo escribía, lamentándome de las restricciones de espacio. Aprovechando el desaguisado y para que vuestra vista no tenga que sufrir con paciencia los defectos míos leyendo en la foto, que se lee mal, lo cuelgo aquí completo (y retocado).
Sufrir con paciencia
los defectos del prójimo
"Sufrir con paciencia los
defectos del prójimo" es, estadísticamente, la obra de misericordia más
popular. Y lo sabéis, pillines. Ninguna otra nos parece tan necesaria. En la
misma línea, la cita más popular del Antiguo Testamento es “El número de los
tontos es infinito”. Pero, cuidado, que de todas, es la más difícil en la práctica y en la teoría.
La primera dificultad estriba en desactivar enseguida el pensamiento de que esta obra de misericordia atañe
principalmente a los demás, para que soporten con paciencia (mejor, con
alegría; mejor, con agradecimiento) nuestros defectos. Aquí debe regir, sin embargo, una ley
del embudo invertido. Nosotros soportamos los defectos del prójimo y tratamos
de cumplir la parte no escrita de esta obra de la misericordia: evitarles los nuestros, que no lo conseguiremos.
No acaban ahí las dificultades.
No se trata de fijarse
con delectación en los defectos de los demás ni para aprovecharlos como medio de ejercitar una paciencia fotogénica y meritoria. Esta obra de
misericordia es muy dinámica. Antes de ella hemos de cumplir con otra previa: dar consejo al que lo
necesita, para tratar de que corrija, si quiere, sus defectos. Y también se
mueve hacia delante: nos lanza hacia la última obra de misericordia espiritual,
que es rezar por los vivos, para que pierdan ese defecto. En resumen, hemos de aspirar a no tener
que practicar esta obra de misericordia porque ningún prójimo tenga fallos,
como también lo ideal sería no tener que dar de
comer a los hambrientos porque no los hubiese. Las obras de misericordia
aspiran a autodestruirse.
Aunque será raro que ésta dejemos
de practicarla nunca, y no porque siempre vayan a tener defectos los amigos,
los conocidos e incluso los saludados, sino porque el verdadero peso suyo no
está donde parece. No está en “sufrir”. Ni tampoco en los “defectos”, porque a
menudo lo que nos mortifica del prójimo no son propiamente defectos, sino
maneras o particularidades y, a veces, incluso virtudes, que así somos. El
mérito, el peso y la clave de esta sinuosa obra de misericordia está, como era
de esperar, en la “paciencia”. En la nuestra. Y ésa siempre es poca, y está al
albur de nuestras desazones interiores, que traemos puestas de casa, y es, por
tanto, una lucha interior.
Si viviésemos rodeados de gentes
encantadoras, serviciales y muy bien
dispuestas –como es básicamente mi caso–, todavía nos pondríamos
nerviosos, porque lo somos. No parece que vayamos a poder prescindir pronto de este pacífico imperativo de
la paciencia. (Y los demás, con respecto a nosotros, ya ni hablar.)
Y si los traemos de casa también es una lucha anterior
ResponderEliminar