martes, 12 de enero de 2016

Elogio salvaje del sexo profundo



Una de las revistas culturales pioneras en Internet, la delicada Jot Down, mantiene una sección titulada "Sexo", que va lógicamente de eso. Bien. Sin embargo, su nombre creaba ciertos problemas de accesibilidad a lectores con algún tipo de barrera de protección frente a contenidos. Para evitar esas molestias, Jot Down decidió cambiarle el nombre a la sección, y ha escogido la etiqueta de... "Vicio". Aquí es donde haría su entrada de elefante en cacharrería Fabrice Hadjadj. Este escritor francés nacido en Nanterre en 1971 en el seno de una familia judía originaria de Túnez de ideología maoísta, y converso —tras pasar por el anarquismo y el nihilismo— al catolicismo es muy partidario del sexo, firme partidario, sí, un fanático, pero no como "vicio", sino como virtud o, mejor dicho, como camino (de vertiginosas curvas) a la santidad. Lo explica sin tapujos ni pudores en su libro La profundidad de los sexos. Para una mística de la carne (Nuevo Inicio, 2010).

Los datos biográficos no son un reclamo publicitario. En Hadjadj se agitan como en un cóctel (molotov) esas tradiciones explosivas: la judía, la francesa, la filosófica y la católica, entre otras. De todas ellas recoge razones en defensa de la trascendencia del sexo.

En la raíz de su concepción están sus raíces judías. Lo explica citando a Rozanov: "Todo pensamiento referente al sexo despertaba en el semita el pensamiento de Dios"; de lo que él da un constante ejemplo. El toro de Pasifae le parece una “versión venérea del Becerro de oro”. Su conversión al catolicismo no le impide remitirse sin parar a la fe de sus ancestros, que ahora son, en expresión que tanto gusta a Benedicto XVI, "sus hermanos mayores". Moisés trazó la línea de partida: "No habrá prostitutas sagradas entre los hijos de Israel" (Dt 23,18). La sacralidad sexual se vivirá, por tanto, en el seno de la familia, fundándola. A partir de ahí, todo va de suyo. Recuerda a un rabino que aconsejaba hacer el amor en la noche del viernes al sábado: el sexo y el shabbat para que nos volvamos hacia el Otro. A favor de la abstinencia, cuando toca, trae a colación al Rabí Abahou que ve en la polución nocturna un signo de buen augurio. Y contra la eugenesia, nos narra cómo el Rabí Abraham Yeshaya Karelitz se ponía siempre de pie con solemnidad en presencia de un trisómico: si el Eterno lo ha privado de poder estudiar a fondo la Torah, decía, es porque ya es bastante perfecto a Sus ojos. De todo ese aluvión de citas e historias concluye que el judío no se inventa a sí mismo: brota del sexo y la gracia. Por eso trata a ambos con veneración y se rebela contra la insignificancia a la que el laicismo postmoderno aboca al sexo. Ese choque de culturas lo retrata Hadjadj con una imagen sugerente y poderosa: "Los cuatro triángulos del bikini son un signo. Es una estrella de David explosionada".

Imagen que nos lanza de cabeza en la segunda característica del autor. Su prosa está seducida sin remedio por la famosa fascinación de femme fatal de la frase francesa. Critica los juegos de palabras y retruécanos de Jean-Pierre Brisset, pero incurre en ellos con una frecuencia que pone en continuos apuros al heroico y hercúleo traductor. Hay una justificación: los sonidos y las letras, los significantes, son el cuerpo de la palabra, y es natural que un partidario del sexo se recree en su pura materialidad. También es muy francés su gusto por epatar al burgués, reforzado, supongo, por su infancia revolucionaria. Lo hace con una soberana indiferencia por la corrección de su discurso (afirma que el sexo que se cierra a la vida es sexo entre castrados, por ejemplo), y cita con regodeo a otros autores impactantes, como a Henri Michaux: “He visto nudistas en los alrededores de Viena. Ellos creían ser 'gente desnuda'. Pero yo sólo vi un exceso de carne”.

La tercera tradición de Hadjadj es la ortodoxia. En su defensa del sexo, recurre con evidente placer a santo Tomás de Aquino cuando sostiene que, si no hubiese existido la falta de orgullo del pecado original, el acto carnal hubiese sido una insondable plegaria y el esperma adámico tan puro como el agua del bautismo. Pero no todo se queda en la ensoñación con lo que pudo pasar. Pudo bastarnos el placer, pero ahora buscamos la bienaventuranza. Para la cual no podemos olvidarnos del sexo. En él hallamos un icono de la Sagrada Trinidad: "Esa cosa de carne me revela una doble desposesión y me compromete a una comunión de ternura. Mi mismo sexo no se encuentra más que en el otro. Y al encontrarse ambos hacen surgir a otro más (también en cuerpo)".

Por si a alguien le parece un lenguaje demasiado descarnado (por profundamente encarnado, paradójicamente), Hadjadj se acoge a Platón y cita la defensa que hace en Parménides 130c-e de la filosofía que se ocupa del pelo, del barro, la suciedad o de cualquier otra cosa por el estilo. Ante ella, Sócrates tiene miedo a caer en algún abismo de necedad y perderse, pero Parménides le contesta: “Es que todavía eres joven, Sócrates, y la filosofía no te ha cogido aún con la mano firme con que, estoy seguro, te cogerá el día en que ya no desprecies esas cosas”. Y para reafirmar con otro argumento de autoridad su interés, Hadjadj nos recuerda lo que Kierkegaard sostenía: "Sin la sexualidad, la historia no comienza".

Hadjadj se enfrenta a la extendida superficialidad que caracteriza a nuestra época: una banalización del sexo que lo desvanece o, como poco, lo desnaturaliza. Eso mismo nos advirtieron las grandes contrautopías del siglo XX. "Es notable", subraya el francés, "que las tres grandes novelas de anticipación, Nosotros (1923), Un mundo feliz (1932) y 1984 (1950), tengan como motivo central el esfuerzo del poder por negar toda profundidad a la unión de los sexos".

La tendencia a calificar el sexo como "vicio" o como "tentación", de tanto predicamento en la publicidad y el cine, común incluso entre los que niegan las nociones mismas de vicio y de virtud o de pecado y de mal, podría considerarse como otra maniobra más (seguramente inconsciente) para desustanciarlo si la conectamos con la banalidad del mal, que diagnosticó Hannah Arendt y que ya señaló san Agustín. Conexiones mías aparte, lo cierto es que Hadjadj lo defiende como un hermoso bien y una aventura de verdad, o sea, como un excitante punto de unión de los trascendentales. A su favor argumenta con paradojas a lo Chesterton y con la virulencia de un Bloy. Se muestra partidario de la monogamia —más entretenida que la repetitiva infidelidad—, de la indisolubilidad, del acto conyugal como acción de gracias y de la carne como bendición. Su veneración por el sexo es tal que incluso ante la violada que quedó embarazada, exclama: "Su sexo es el lugar en el que la violencia misma se convierte en inocencia". Naturalmente, es en la concepción de una nueva vida donde este padre de cinco hijos ve el culmen de la sexualidad. Lo dice bellamente: "Cuando la gente dice: 'Tiene los ojos de su padre… Tiene la boca de su madre…' detalla el éxtasis encarnado".

[Ambos Mundos, 2012]

1 comentario:

  1. Enrique

    Qué bueno
    Fantástico
    Qué grande es Hadjadj y tú qué bien lo comprendes y nos ayudas a comprenderlo
    Gracias

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