sábado, 25 de febrero de 2017
Excitante rutina
Comienzo una colección a la que espero que contribuyáis. Si sabéis dónde puedo encontrar nuevas piezas, decídmelo, por favor. Voy a coleccionar rutinas. La mía no me basta y, además, siempre se interrumpe.
He hecho mi propósito hoy, leyendo Un retrato de Jane Austen de Sir David Cecil, cuando describe la vida de Austen en Chawton. Jane, con 34 años ya se ha hecho a la idea de quedarse soltera y de consagrarse a sus libros: "My books are my children". Se levantaba muy temprano, antes del desayuno, para practicar al piano. Aunque nunca se tuvo por especialmente musical ni por entendida, sus sistemáticos madrugones hablan de un amor por la música más firme de lo que ella dejaba entender. Ni Elizabeth Bennet ni Emma Wodehouse son excelentes pianistas ni cantantes, pero tienen encanto y una secundaria afición. Debe de ser un trasunto biográfico.
El desayuno lo preparaba ella. En general, era muy aficionada a la buena mesa, lo que me place, naturalmente. También le interesaba cuidar de la casa, aunque su hermana mayor estaba oficialmente a cargo. Tras el desayuno y hasta la comida se dedicaba a leer y a escribir. Escribía en un pequeño mueble de caoba situado en el salón comedor. No tenía habitación individual ni despacho y el cuarto de estar estaba ocupado por las otras señoras de la casa (su madre, su hermana y una amiga que vivía con ellas). Una de sus pocas rarezas de carácter es que era extremadamente cautelosa con la escritura. No quería que nadie, más allá de sus íntimos, supiese que lo hacía. Por eso su empeño en no firmar con su nombre, en escribir en cuartillas pequeñas, para poderlas esconder en cuanto apareciese alguien por la casa, y en no engrasar la puerta, para que el chirrido diese la voz de alarma de que alguien se aproximaba.
Su hermana Cassandra era más caritativa. Jane tomaba cierto interés en las misericordias de su hermana y la apoyaba desde casa, pero no la acompañaba de puerta en puerta.
Tras el lunch al mediodía, daba un paseo. Por su jardín, si el tiempo era malo, o por el pueblo, si quería hacer alguna compra; o por las tierras de Chawton Great House, que eran estupendas y por las que podía ver corzos y venados.
Cenaban temprano, entre las tres y las cuatro y media. Después, o cosían o jugaban a las cartas, pero siempre charlando animadamente. Apenas tenían conversaciones solemnes. Según contaban sus sobrinos, todo era muy divertido, salpicado de estallidos de carcajadas. Jane algunas veces se divertía con pequeños juegos de manos como la taza y la bola, en los que era especialmente hábil. Siguiendo una tradición familiar, también leían en voz alta. Novelas, sobre todo, pero a veces poesía. Seguramente leyeron a Byron, pero Jane se reiría de tanta afectación sentimental. Le gustaban mucho los poemas de Cowper, de Johnson y de Crabbe. Alguna vez bromeó con la idea de ser la mujer del último o de confortarlo cuando supo que se quedó viudo. Cosa que, extrañamente, me pone celoso con doscientos años de retraso.
También me da mucha envidia su deliciosa rutina, que sólo interrumpía de vez en vez para hacer una visita a la casa de algunos de sus hermanos. Quizá ése sea el peligro de mi nueva colección: que fomente mi envidia.
Si toca afeitado me levanto a la siete menos diez. El resto de los días laborables a la siete. Después de ponerme la chaqueta de franela, las zapatillas, enjuagarme los ojos y ponerme las gafas, bajo a la cocina. Enciendo la tele y como un kiwi. Mientras la leche se calienta en el microondas, friego la loza del día anterior. A la leche le echo azúcar, café soluble y cereales, y en ella mojo unas galletas que me encantan. ¡Ah, se me olvidaba! Después del kiwi, me bebo el agua que cabe en un vaso de sidra. Tras desayunar, limpio la cubierta vitrocerámica de la cocina de leña. Si ésta se terminó, voy por ella a la leñera.
ResponderEliminarDe vuelta en mi habitación, me siento en mi butaca, marco dieciséis minutos en el temporizador del móvil, me santiguo, digo: “Buenos días, Padre, Madre (me refiero a María): gracias por este nuevo día”, y permanezco en silencio hasta que se cumplen los minutos. Rezo entonces un padrenuestro, un avemaría y una oración que dice: “El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna, amén”. En la página web del Arzobispado de Madrid leo el evangelio del día. En caso de que tenga alguna entrada pendiente, la publico en mi blog "Al hilo de los días". Después me visto, hago la cama y bajo a la cocina. Bebo un segundo vaso de agua. Cuando la alarma del móvil suena a las ocho y veintiséis, me pongo las prendas de abrigo si es el caso y salgo camino del trabajo con media hora de antelación, lo que me vale para contar en mi haber con algo de ejercicio físico y que tan bien me sienta. En el CEIP de Silleda, donde está mi puesto de funcionario de la Xunta de Galicia, trabajo de nueve a dos.
A las dos y diez estoy de vuelta en casa. Comemos juntos mi madre, mi hermano Luis, el primogénito, mi sobrina Sabela –ella sólo viene los lunes y los martes- y yo. Al terminar, friego y limpio la cocina. Mi madre queda en la hamaca dormitando y yo subo al baño, limpio los dientes y me saco las lentillas. En mi habitación, me saco el pantalón vaquero y me pongo un pantalón de chándal para estar más cómodo. En la cama echo mi siesta, bajo el abrigo de una manta roja y otra azul. Tras una hora y treinta minutos, que otra vez había marcado en el temporizador de móvil viejo, me levanto, hago pis, me enjuago los ojos, me pongo de nuevo las lentillas, bajo a la cocina y bebo el tercer y último vaso de agua del día.
Mis reales se aposentan después en una butaca distinta a la de la mañana, cuando estoy de regreso en mi dormitorio-escritorio. En época fría, me meto dentro de un saco de dormir, enfundo mis zapatos con unas zapatillas eléctricas, enciendo el ordenador y me pongo a leer. Son ya las cinco, masmenos. Si la musa tuvo a bien regalarme palabras, las escribo en mi archivo de Word titulado Al hilo de los días. Cuando me canso de leer, abro uno de mis álbumes digitales y sigo confeccionándolo o hago alguna otra cosa. Una segunda alarma de mi móvil nuevo suena a las nueve menos cinco de la noche. Bajo a la cocina, me como una manzana, un yogurt y nueces con pan. Mi madre, que ya ha cenado, o bien está detrás de la cocina o bien en la hamaca. Juntos, vemos el telediario de la primera de TVE. Cuando alguno de los dos apaga la tele con el mando, rezamos un padrenuestro, un avemaría y la misma oración que indiqué al principio de la mañana: “El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna, amén”. Es ahora cuando le preparo a mi madre una manzanilla con miel. Tras ello, me despido de ella hasta el día siguiente: “Hasta mañana si Dios quiere”. Echo la llave en la puerta de la entrada y subo.
Hago pis, paso el hilo interdental, me cepillo los dientes con el cepillo eléctrico –al mediodía había utilizado el que no lo es- y me quito las lentillas. En mi habitación me pongo las gafas, me siento en la butaca lectora y visualizadora, enciendo el ordenador, entro Filmin y veo una película. Al finalizar, me desvisto, me pongo el pijama y recito la última oración del día: “En paz me acuesto y en seguida me duermo porque sólo tú, Señor, me haces vivir tranquilo”. Y me acuesto.