Como no paran de hablar y de gritar, me voy del salón al cuarto de estar, haciendo
grandes aspavientos teatrales, refunfuñando, para leer allí ¡por fin! tranquilo.
A los veinte minutos, aparecen. Me halaga, secretamente, ese imán paternal.
Enrique, buscándome las cosquillas, se pone a cantar, pero lo hace tan
dulcemente que no interrumpe mi lectura, sino que la arropa. Carmen, para
defender mi concentración, se echa por detrás del sofá e, hincándome las
rodillas en la espalda, me tapa con sus manitas las orejas con mucha fuerza
mientras chista a su hermano, furiosa. Hay un cruce del que saltan chispas.
Quique quiere molestarme y no lo hace, Carmen quiere que nadie me molesta y lo
hace ella, y yo me caliento, calladito, haciéndome el sesudo lector, en esas
chispas.
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