miércoles, 17 de octubre de 2018
Hospital de campaña
Cuando aparco el coche, a la vuelta del IES, el corazón me da un repique de campana de gloria porque recuerdo, de pronto, que en casa están los niños. Qué alegría verlos ahora. Carmen tenía fiebre y Enrique se cayó ayer en el comedor, se rompió un plato de porcelana, se lo clavó y tiene siete puntos en la palma de la mano.
No sé si debería sentirme mal por la alegría de tenerlos en casa. Carmen se pone enferma como yo. Parece que agoniza. Me hace gracia el vivo retrato, tan moribunda. Está a un tris de testar. No le sale la voz del cuerpo y yo tengo que volverme para que no me salga la risa.
Enrique es todo lo contrario. Cuando lo recogimos del colegio y de camino al médico, estaba un poco impresionado. Le propuse que gastase una broma y se mondaba. Una vez en la camilla, cuando la doctora iba con la jeringuilla de la anestesia hacia él, la recordó, pero le salió seria. Normal, como que vencía los nervios del momento. Dijo: "Doctora, no se preocupe usted y corte por lo sano". Hizo el gesto de aserrarse el antebrazo. Entre el tono del niño y que quizá un médico no es la persona más adecuada para entender el humor negro o, mejor dicho, rojo, la doctora, rauda y seria, empezó a consolarle muy preocupada por el estado psicológico del niño: "Todo está sano, ya verás, no hay que amputar nada, te lo prometo". Como la madre andaba mareada, el único que se rió fui yo.
Lo heteropatriarcal de mí se hinchió de orgullo al ver que el niño soportó la jeringuilla, el bisturí y la aguja como si nada.
Así que ahora llego a un hospital de campaña con el corazón nada compungido, lo confieso.
Vaya. Espero que hayan mejorado.
ResponderEliminarCuánto me he reído. Y ver que también puede haber una épica, una heroicidad, cuando se está tumbado.
ResponderEliminarJ.P.