Cuando me tengo que releer para antologarme, es una carnicería. Entro con el hacha en el fragor de los textos y voy descuartizando páginas hasta terminar como Minaya Álvar Fáñez: «Tanto su espada tajó, que sangriento lleva el brazo,
y de la muñeca al codo la sangre va chorreando». Claro que en mi caso es tinta, pero tan autobiográfica que bien podríamos llamarla sangre sin faltar a la verdad.
(Lo que más me duele, es pensar en todo lo que me habéis leído que no merecía la pena. Los clásicos siempre tienen razón y ¡cuánta llevaba Horacio cuando decía que los textos tienen que esperar nueve años en el cajón hasta que se den a la luz! Como yo no espero ni nueve minutos, pasa lo que pasa y tengo que dar nueve tajos de cada diez, lo menos. Lo que más me ilusiona de antologar mis artículos o las entradas de mi blog volvéis a ser vosotros: que veáis que no leíais sólo por misericordia, sino también con una pequeña esperanza fundada. Razón para blandir con más fiereza aún la espada.)
Bueno, no siempre el autor es el mejor antólogo de sí mismo. De la talla poética, por ejemplo, de Manuel Machado, no creo que queden ya muchas dudas; y por lo que yo sé, cuando se antologó, lo hizo de un modo bastante disparatado. Quién sabe.
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