lunes, 3 de agosto de 2020

Fideuá



Una de mis ideas básicas, que la aprendí de T. S. Eliot, nada menos, aunque hoy la aplique a una fideuá, es que nuestras virtudes llevan aparejadas, como la cruz de la cara de una moneda, sus defectos correspondientes.

No hay que arremeter contra esos defectos, sino con gran cuidado, no vayamos a fastidiar la virtud correspondiente. En muchos escritores (aquí Eliot) se ve con claridad.

¿Y la fideuá? Pues ayer me ofrecí a hacerle a mi suegra y a sus invitados una en una hoguera, que es la fantasía que he desarrollado, junto con los arroces, en el confinamiento. En general, me salen muy buenas.

Pero en esta ocasión, para dar el triple salto mortal de la novelería, también me empeñé en calentar el caldo en la hoguera, y ni tocar la cocina de mi suegra. ¿Vitrocerámicas a mí? ¿A mí vitrocerámicas y a tales horas? El problema es que no hervía el caldo y se me enfríaba el sofrito. Lo mezclé todo un poco frío; y la fideuá salió bastante regular. Sopeaba. 

Estaba muy fastidiado por mi error de loco. Tendría que haber hervido el caldo en su sitio. Pero claro, pensé después, con la ayuda de T. S. Eliot, si no llego a tener la manía de la hoguera tampoco me habría ofrecido a hacer la fideuá, que no salió suprema, pero salió del paso. Váyase una cosa por la otra.

ADENDA. He recordado la primera vez que oí la palabra "fideuá". En la paleopreadolescencia, jugábamos a un juego de decir cosas que empezaran con una determinada letra que podías encontrarte en un determinado lugar. Tocó la letra F y un menú de un restaurante. Fátima Pemán dijo «Fideuá». ¿Que por qué me acuerdo? Por vanidad. Porque entonces yo dije, en uno de mis pocos chispazos de ingenio: «Faltas de ortografía» y aquello fue muy aplaudido por todos y por todas.


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