Explico en la primera clase y me escuchan con algo parecido al fervor, muy atentos, asintiendo. Les pregunto si lo han entendido. Afirman, sonriendo, felices, orgullos, que sí. En un rapto de cinismo les pido: «Explícadmelo vosotros, por favor». Caras de horror, titubeos, tartamudeos y rendición rápida. Caras de desolación. «Oh --les digo-- no os preocupéis. Yo también soy muchísimo más inteligente cuando atiendo, pienso y guardo un fecundo silencio. Nos pasa a todos». Vuelven a sonreír. Lo han entendido.
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