AL final los que han quedado retratados con las caricaturas de Mahoma han sido nuestros políticos y sus intelectuales. Clamaron que las caricaturas sobrepasaban la libertad de expresión y que había que respetar mucho la sensibilidad religiosa; pero siguen subvencionando a cuantos se ganan una rentable fama de transgresores insultando al Cristianismo. Y vuelven a predicarnos que la libertad de expresión es intocable. ¿En qué quedamos? ¿La libertad depende de contra quién se exprese? ¿Habrá que recordarles, como hacía José Aguilar, que "o todos moros o todos cristianos"?
Lo sensato, efectivamente, es que la libertad de expresión y el respeto protejan siempre por igual. Pero no. Aquí pasa como lo que contaba Pío Baroja. A él, que se ganaba la vida regentando una panadería, le fueron con que el poeta nicaragüense Rubén Darío había dicho: "Baroja es un escritor de mucha miga: se nota que es panadero". Eso, al parecer, era muy gracioso. Cuando Baroja contestó: "Y Rubén tiene buena pluma: se nota que es indio", los presentes se indignaron. Allí aprendió don Pío que unos pueden gastar bromas y otros sólo soportarlas.
Hay que denunciar las diferencias de trato, sobre todo si benefician a los que recurren a la coacción. Resulta excesivo que, a raíz de una sola (y condenable) reacción violenta frente a las provocaciones sistemáticas de Leo Bassi, se nos quiera convencer de que las actitudes de una y otra religión son prácticamente iguales. Basta ver el telediario para constatar las diferencias. Y basta acordarse de los respectivos fundadores para comprenderlas. Mahoma, que fue un personaje de indudables méritos, justificó –a partir de la Hégira– la yihad. Jesucristo se sometió sin resistencia a las humillaciones de la Pasión. Antes, había dicho: "A cualquiera que te abofetee en la mejilla derecha, vuélvele también la otra".
Hoy por hoy, sus seguidores tratan (tratamos) de imitar su ejemplo inalcanzable. Hubo quien interpretó que Jesús habló de "la otra" para poner un límite de dos mejillas a la mansedumbre: el segundo bofetón ya habría que devolverlo. No es exactamente así. Ni tampoco como aquél que susurraba de un rival: "Ojalá se muera". Alguien le afeó la conducta y él se defendía: "Hombre, porque yo lo desee no va a pasarle nada. Si falleciera, no sería más que una feliz coincidencia". Ni malos sentimientos podemos abrigar los cristianos hacia los que se mofan de nuestra fe.
Eso no significa renunciar a la legítima defensa, como querrían algunos. Tenemos el derecho –y el deber– de exigir el mismo respeto (ni más ni menos) y de recordar a los políticos que a ellos les vota una mayoría pacífica de cristianos. También de mostrar la impostura de los que llaman arte a dar una lanzada, no al musulmán vivo, que la devuelve, pero sí a Cristo, indefenso, clavado en una cruz.
(Publicada hoy en el Diario de Cádiz y otros periódicos del Grupo Joly)
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