Me paro a oir el canto voluntarioso del estornino. Y recuerdo que imita -o lo intenta- el canto de los otros pájaros y también, otras veces, el sonido de las alarmas de los coches. Curioso, que siendo más pequeño que un mirlo e igual de negro, se parezca más a un cuervo, aunque tampoco llega a su estro trágico. Finalmente, cuando he caído en la cuenta de que sus vuelos gregarios y espectaculares, que cubren nuestras ciudades como nubes inquietantes, no son más que el propósito desesperado de cada uno de ellos por ocupar siempre el centro de la reunión, ya no he tenido dudas. El estornino es el ave de los malos poetas.
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