También la maldición de Babel fue redimida por sobreabundancia de gracia. En su caso, el punto fúlgido fue en Pentecostés. Desde entonces la multiplicación de lenguas ha de verse como una riqueza más que como un castigo, aunque los nacionalistas lingüísticos se empeñen en lo contrario. Del roce de unas lenguas con otras, saltan chispas como diminutas lenguas de fuego. Y hablar otro idioma, aunque sea bien, es una fiesta. Si se habla mal es mejor, porque hay más roce con la lengua madre y más chispas: falsos amigos que se arrepienten y se convierten, expresiones que expresan con todo espesor, palabras misteriosas como cuando Adán en el Paraíso, el asombro recuperado de entendernos, la generosa morosidad en la lectura…
Todo esto lo tenía claro, pero no encontraba el ejemplo definitivo hasta que he leído esta entrada de Andrés Trapiello en su libro
El arca de las palabras:
En Vicolo del Giglio, donde tenía su casa Ramón Gaya, había, en los bajos, un negocio de fontanería, en el que, sobre la puerta, se veía la muestra del negocio: “Idraulico”. Yo le dije al dueño cierto día en que le llevaba una comisión del pintor, que esa vez se había quedado en España: “Qué palabra tan bonita: hidráulico”. El me preguntó cómo se decía idraulico en castellano. Yo le dije: fontanero. Y el hombre quedó maravillado, dijo, oh no, más bonito en español, “fontanero”, y se relamía en cada sílaba, “l’uomo delle fontane”.
El roce de lenguas, sin llegar a un nominalismo, también aporta nuevas formas de entender la realidad y te da más ojos.
ResponderEliminar¡Qué hermosísima -y certera- anécdota! ¡Es verdad: fontanero!
ResponderEliminar¿Y los acentos?
ResponderEliminar¡Y los acentos, desde luego!
ResponderEliminarConsoladora y preciosa anécdota, Enrique. Estoy completamente de acuerdo.
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