miércoles, 25 de febrero de 2009

Una historia ejemplar

Nos informa el narrador argentino Marco Denevi, citando como fuente la obra Alandalusi, Murcia, 1238, de Omar-ben-Budur, que Abderrahmán decidió fundar la ciudad más hermosa del mundo. Para ello mandó llamar a Kamuru-l-Akmar, el primero y más notable de los ingenieros árabes.

Kamuru prometió que en un año la ciudad estaría edificada y sería, sin duda, la más bella del mundo, pero exigió del califa que le permitiera construirla con entera libertad, sin reparar en gastos, y que no se dignase a verla sino cuando estuviese totalmente construida. El poderoso califa, satisfecho del temperamento artísitico de su ingeniero, accedió.

Al expirar el plazo, Kamuru-l-Akmar pidió un año de prórroga, que el califa le concedió con gusto. Esto se repitió varios años. A los diez años el califa se encolerizó por fin, y todos los que nos hemos visto en tratos con la construcción hemos de reconocerle paciencia suficiente.

Sin embargo, al asomarse a las obras una sonrisa le borró el ceño adusto. “—Es la más hermosa ciudad que han contemplado ojos mortales! ¿Por qué no me avisaste, oh gran ingeniero, de que estaba concluida?”

Kamuru-l-Kamar inclinó la frente y no se atrevió a confesarle al monarca que lo que estaba viendo eran las casas que los artistas habían levantado para sí mismos mientras estudiaban los planos de la futura ciudad.

Hasta aquí la historia. Lo curioso es que caben varias interpretaciones del final: 1) El proyecto era tan sublime que, aunque no se llegó a construir, contagió a todos los trabajadores y éstos hicieron casas bellísimas. 2) Esos mismos hombres eran unos egoístas y sólo se preocuparon de su disfrute, embelleciendo sus viviendas y pasando de Abderrahmán. 3) Los artistas eran tan excelsos que hasta sus efímeras casetas les salían extraordinarias. 4) Abderrahmán, nada más asomarse a las obras, vio que aquello había sido un timo pero prefirió hacerse el tonto a asumir que lo era. 5) El califa, cohibido por el prestigio y la trayectoria internacional de Kamuru-l-Kamar no se atrevió a dudar de la hermosura de aquel lodazal y, en una versión inversa del cuento del traje del Emperador, decidió proclamar que todo era extraordinario.

Que la historia narrada por Marco Denevi (o por Omar-ben-Budur), tenga tantos finales posibles no es un fallo, sino todo lo contrario. Viene a decirnos, quizá, que ante cualquier prestigio artístico tenemos que interrogarnos a nosotros mismos y a nuestra sensibilidad. No es oro todo lo que reluce y hay palacios que en el fondo no pasan de casitas, pero a veces lo que reluce sí es oro o hay casitas más valiosas que palacios. Debemos juzgar con tiento.

4 comentarios:

  1. Anónimo6:20 p. m.

    Q.Q.:
    Otro final: Kamaru le hace ver al califa que la ciudad de sus sueños iba a ser tan provisional como la que se edificaron los constructores, y que debería ocuparse en irse construyendo la ciudad eterna.
    Un abrazo

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  2. ¿Cómo que ingeniero? Ese señor tenía que ser arquitecto, tanto por sus virtudes como por sus defectos.

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  3. Totalmente de acuerdo, Ignacio. Pero Marco Denevi en su cuento lo hizo ingeniero y ya me pareció bastante cara cogerle media historia para mi artículo, como para encima corregírsela.

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  4. Entrando en la sustancia, y por más que me guste la polisemia, creo que el final debe interpretarse como tu número tres: el arte como esfera muy superior a la que no se aplican los parámetros normales de medida.

    Encuentro un eco, por cierto, de la parábola de Kafka: el portero más ínfimo de la última puerta del recinto más exterior de la Ley estaba revestido, para el que llegaba de fuera, de una majestad incomparable.

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