Los dentistas son baratos. Cobran por un empaste un ojo de la cara, pero te dan de regalo una lección impagable de silencio. Ya lo conté (charlatán irredento) otra vez: mientras ellos hablan y hablan, uno replicaría esto o lo otro… si no se lo impidieran las dos manos que tiene uno metidas en la boca hasta la campanilla y los varios artilugios y la anestesia. Luego, cuando recuerdas todo lo que no has dicho, te alegras lo indecible de tu prudencia (impuesta).
De paso, he descubierto un nicho de mercado. Teniendo en cuenta las dificultades que implica llevar un monólogo mientras se concentra uno en el taladro y el único público disponible sufre, los dentistas tropiezan con serias dificultades en el noble arte de la conversación. ¿No les vendría bien un cursillo intensivo de oratoria?
A mi dentista, al menos, sí. Aprovechando mi indefensión, se refirió a la literatura como “mi hobby”. Odio eso, pero no rechisté ni mu. No pude. Aunque quizá sí percibió mi mirada de fuego, porque cambió de tercio. “Qué suerte escribir cosas tan bonitas, y no este trabajo mío tan feo”. Eso me escamó, por si lo feo no fuese su trabajo en general, sino mi boca en particular. Pero yo, burguesito muy educado, le habría contestado (ya digo, de poder): “¡Oh, no, no, qué va, tu trabajo es maravilloso!” Teniendo en cuenta mi situación de entonces, dolorida, hubiese sido decir lo contrario de lo que se piensa con intención de engañar. Una mentira gorda, vamos. Me la ahorré.
En realidad, en esos momentos cruciales yo pensaba, precisamente, en la factura, y recordaba a aquel cantante melódico que le reconoce a su chica que ella se merece, mejor que él, a un príncipe o un dentista, aunque, para su asombro, ella se queda ahí, a su lado y el mundo le parece más amable, menos raro. Aquella canción siempre me hizo mucha gracia. (Pensar en algo que me hiciera gracia me ayudaba a mantener la boca abierta.)
Al final, charlamos un rato de tú a tú, en pie —y de pie— de igualdad. Le conté de alguien que no tenía medios para ir al dentista, y él se ofreció, sin darse importancia, a atenderle por su cuenta. “Qué gesto tan precioso te permite tu profesión”, le dije, y no mentía. “Principesco”, hubiese añadido, y sin un ápice de ironía.
Implícito en su artículo va otro motivo de agradecimiento a los dentistas: Nos dejan en unas condiciones ideales para el ejercicio de la virtud de la pobreza; también, como la del silencio, ay, impuesta.
ResponderEliminarJilguero
Yo tengo más suerte que tú; mi dentista dice unas cosas chulísimas mientras yo callo por obligación. Y además a veces abre un grifo y dice "enjuágate", y me da una tregua.
ResponderEliminar¡Qué poeta más grande es Lichis!
ResponderEliminarMe has hecho reír en alto con lo del trabajo feo,i.e., tu boca. Por cierto que mi nuevo dentista fue mi compañero en la escuela así es que su conversación mientras yo callo es nostálgica y para mi fortuna le da pena pasarme la factura. Sobre todo considerando que mi hobby no es la literatura sino la aún más pobre poesía.
ResponderEliminarImplícito ese otro agradecimiento y muy bien visto por tu aguda mirada, Jilguero, que a mí se me había escapado. Lo tendré en cuenta (la próxima vez que pague).
ResponderEliminarEl mío también me deja que me enjuague, pero sin cosas tan chulísimas.
No sé, no sé, AFD, que te hablen del paso del tiempo en el sillón del dentista también tiene su aquel...
¿Lichis?, JSR
Pero qué bien, cómo aprovechás.
ResponderEliminarA mi me pasa lo contrario. Más de un dentista me habla. ¡A mí, al paciente! Y no sé cómo esperan que uno le responda con la boca abierta y llena de adminículos. Me veo obligado a hacer algunos gestos con la parte de la cara que me quede móvil.
"Un principe o un dentista", dicho popular comentado por las jóvenes casaderas con intereses en conseguir a un hombre de buen porte.
ResponderEliminarLichis, de La Cabra Mecánica, en "La lista de la compra", hace referencia a esa expresión.
¡Gran poeta Lichis!