Entre los
naufragios famosos de la historia, junto a los del trasatlántico Titanic, el
crucero Baleares, donde murió, dicho sea de paso, un tío mío, el acorazado
Bismarck, el Musashi y el Yamato, y el Prestige, ha de contarse ahora el del
Vaporcito del Puerto, acaecido al finalizar este verano.
Permítanme que arranque con una anécdota
personal. Hace unos años un amable vecino me anunció que había comprado mi
último libro de poesía. “¡Oh, has sido tú”, le dije, alborozado, remedando una
vieja broma de Borges. No le vio la gracia: “No me extraña que vendas poco,
querido amigo, hablando tanto de la muerte, del paso del tiempo, de la
melancolía, de las crisis personales y de las noches de insomnio... Con la de
cosas bonitas que tenemos en el Puerto de Santa María para cantarle unas buenos
coplas salerosas. Por ejemplo: ¡el Vaporcito!”. Yo aguanté la reprimenda como
un hombre y le prometí que en adelante intentaría enmendarme, con poca
intención –lo confieso– de cumplir mi promesa. Sin embargo, inesperadamente,
aquí me tienen, dispuesto a glosar con mucho sentimiento el naufragio del
Vaporcito del Puerto.
Por si quedase alguien que no lo conociera, es
una motonave que hace el recorrido del Puerto a Cádiz y vuelta. Tiene una
silueta airosa, blanca, marinera y pinturera que le ha granjeado,
efectivamente, versos de Rafael Alberti y José Luis Tejada, además de
incontables coplas de carnaval y letras de sevillanas, cuadros de Juan Lara o
de Luis Gómez Macpherson, y artículos periodísticos de Antonio Burgos o Rafa
Navas. Su fama alcanza tales cotas que es el logotipo turístico del Puerto de
Santa María y en 1999 fue nombrado Bien de Interés Cultural (BIC). En él se
rodaron las películas La Lola se va a los Puertos o La Becerrada.
Su historia tampoco está mal. No es
extremadamente antiguo: comienza su andadura (o su navegadura) en 1929, pero
recoge el testigo del Vapor “Cádiz”, que explotó en ese año en el muelle
portuense de las Galeras Reales, y más allá, el de la inmemorial comunicación
marítima de mercancías y personas entre el Puerto y Cádiz, de raíces, como
mínimo, fenicias. El primer Vaporcito fue el Adriano I, que había bajado de
Galicia para hacer la línea del Guadalquívir con motivo de la Exposición
Universal de Sevilla. Venía capitaneado por su propietario, José Fernández
Fernández, que bajaba acompañado de sus cuatro hijos. El negocio sigue en manos
de la familia, que se ha multiplicado casi como un tribu del Antiguo
Testamento. Con el paso del tiempo, llegaron el Adriano II y el que ahora se ha
hundido, el Adriano III, construido en 1955 en los astilleros de San Adrián, en
Vigo. A pesar de navegar con motores de explosión, siguió manteniendo el nombre
tradicional.
Este 30 de agosto, el Adriano III se acercaba a Cádiz con toda
normalidad. Entonces, chocó contra una roca, lo que desestabilizó la motonave y
provocó su posterior encontronazo con el cantil del muelle. Sólo la pericia del
capitán, muy elogiada en los medios locales, hizo posible que los 80 pasajeros
pudiesen ser evacuados sanos y salvos antes de su hundimiento. Hay que
agradecerlo, primero y sobre todo, por la integridad física de esas personas; y
segundo, porque así podemos extraer con melancólico humor las lecciones
simbólicas del suceso.
Curiosidades y sentimentalidades aparte, ese es el gran valor
del suceso. Si no, no se explica que haya sido durante varios días la noticia
más vista en muchos periódicos nacionales, que haya puesto en ebullición a las
redes sociales y que hasta los políticos nacionales, empezando por Rubalcaba,
nada menos, se hayan apresurado a prometer que reflotarán la motonave, cueste
lo que cueste. En realidad, en el hundimiento del Adriano III hemos visto todos
la viva imagen de nuestra situación local y nacional. Si en toda España la
economía está hundida, qué decir de la situación de la Bahía de Cádiz. Además,
la crisis se está llevando por delante muchos negocios tradicionales y muy
queridos, que, por tanto, se sienten más reflejados aún en el accidente del Vaporcito.
Supongo que el cumplimiento de mi promesa no satisfará del todo
a mi vecino. Es verdad que he glosado al barco típico-portuense por excelencia,
pero también es cierto que al hacerlo no he podido evitar una reflexión sobre
el paso del tiempo cargada de tristeza. Por fortuna, no está escrito el final.
Tal vez los políticos cumplan sus promesas esta vez, y se reflote el barco. En
la sociedad civil se levantan voces que reclaman enérgicamente que alguien venza
la apatía y tome medidas. Sería muy importante, no tanto –que me perdone aquel buen
vecino– por el Vaporcito en sí, sino por el mensaje metafórico: todavía podemos
levantar esto.
Creo, Enrique, que no te importará si hago un poco de publicidad de Luis Gómez Mapherson, excelente pintor portuense, amigo, concuñado y padrino de mi hija. Tengo el honor de ser yo, también, padrino de una de sus maravillosas hijas. Os invito a pasar por su página web para que disfrutéis de su excelente pincel y gusto por sus paisajes, composiciones y marinas.
ResponderEliminarhttp://luisgomezmacpherson.com/
Del mismo modo, y abusando de tu generosidad, enlazo foto de acuarela del Vaporcito del Puerto pintada por otra pintora gaditana, Begoña Grosso Goenechea.
https://picasaweb.google.com/109119363925707464511/RecopilacionOleosYAcuarelasDeBegoAGrossoGoenechea#5013567130825412306
Muchas gracias
Lo agradezco y para facilitar más las cosas:
ResponderEliminarLuis Gómez Macpherson.
Y Begoña Grosso Goenechea. No he visto la acuarela del Vapor, pero las que hay son preciosas.
Gracias, Enrique.
ResponderEliminarAquí https://picasaweb.google.com/109119363925707464511/RecopilacionOleosYAcuarelasDeBegoAGrossoGoenechea