El
ceremonioso alcaide de la fortaleza-prisión, don Antonio de Figueroa y de
Vilallonga, fue muy serio a hablar con él, aprovechando una tediosa descripción
de la campiña primaveral durante una puesta de sol lentísima, que teñía las
nubes de un púrpura incandescente. Juan Martínez recibió la reprimenda con una
inalterable sonrisa en los labios. Lo malo es que el ceremonioso alcaide le afeaba precisamente esa
sonrisa inalterable o, mejor dicho, alterada: cada vez más amplia.
—Así,
muchacho, no podemos seguir —le reconvenía don Antonio— estamos dentro de un
novelón decimonónico, entiéndelo, y aquí pasan muchas cosas muy gordas y, en
concreto, tu papel, siento decírtelo con crudeza, es de los menos lucidos de
todo el libro. Tendrías que tener cara de angustia y de terrible humillación.
Ten en cuenta que eres el preceptor privado de la bella marquesita de Luja y
que te has enamorado perdidamente de ella y que, aunque en un principio
fascinada por tus lecciones de sintaxis latina y la suavidad de tus maneras,
parecía que te daba esperanzas, enseguida entró en razones (las razones, en
concreto de sus padres, los duques de Montoro) y se comprometió con el hijo del
barón de Tacochuelo. Pero, buen hombre, ¿me estás escuchando? ¿Por qué sigues
riéndote entonces, como si nada?
—Me
río, ilustrísimo don Antonio, como si todo, en realidad.
Doña
Margarita de Sandoval, marquesa de Luja, abrió sus húmedos labios carnosos y
con un temible destello azul en la mirada, terció:
—La
idea es que los hombres caigan rendidos a mi paso, Juan. Pero tú me ves, me
miras a placer, y, a
pesar de mis ásperos desdenes, enseguida
te pones a sonreír. ¿Dónde está, dónde, oh, dónde el desgarro que ha de
producirte mi belleza cegadora? Así me desconcentras y además rompes la
virulencia del contagio mimético, que es esencial para la buena marcha del
argumento de la novela (además de para mi autoestima, dicho sea entre
paréntesis y con perdón por el anacronismo). Si no todos me desean
desesperadamente, qué se hace, qué, de la espiral de lujuria y ambiciones que se
supone que debe provocar mi paso por las páginas de la novela.
Juan
se disculpó con una perfecta reverencia y, todo hay que decirlo, con una franca
sonrisa.
—Yo
te deseo, faltaría más, y cómo, y bien lo sabes —dijo casi riéndose. Y luego explicó que nunca
jamás dudó de la belleza de doña Margarita, que, además de estar fuera de su
alcance, estaba sobre todo fuera de toda duda. Pero que su manera de
homenajearla era alegrarse mucho de verla, y celebrarlo. ¿Eso les
parecía poco?
—No
es cuestión de lo que nos parezca a nosotros —dio una patada en el suelo don
Antonio, iracundo—, sino de la novela y de nuestra dignidad de personajes. Uno no puede ir
sonriendo como si fuese un monigote de P. G. Wodehouse, ¿o es que no lo
entiendes?
—Su
excelencia y yo somos mejores que los personajes del gran P. G. Wodehouse,
dicho con todo respeto y admiración por Jeeves y Bertie y el resto de la alegre
pandilla de frívolos ejemplares, que tanto han influido, lo confieso, en mi disposición anímica.
El
hijo del barón de Tacochuelo —continúo don Antonio, indiferente al desmesurado
elogio y a la valoración crítica de las obras de Wodehouse y celoso celador de
la ley y el orden y las buenas costumbres—, el hijo del barón de Tacochuelo
—repitió recreándose en la sonoridad del título nobiliario— anda con la mosca detrás de la oreja, y
de tanto ver tu sonrisa se piensa que aquí hay gato encerrado y se pregunta si
no estará en un folletín de kiosko con el orden social todo patas arriba y
donde el plebeyo, o sea, tú, Juan, va a pegársela a él, un Sicre de toda la
vida. Me consta que ha pedido audiencia al autor para que le asegure que
estamos en una obra literaria de primera categoría y que su honor quedará
intacto o, mejor, saldrá fortalecido.
El
duque de Montoro, que apareció por allí al pasar una página, dejó claro que él
siempre había estado muy en contra de los preceptores de latín y que con saber
coser y cantar una dama ya tenía hecha su carrera. Eso luego lo tacharía la
censura del ministerio de Igualdad, así que al amable lector contemporáneo le
sorprenderá encontrárselo aquí. La duquesa de Montoro, que ya estaba de vuelta
de muchas cosas, reconoció, en cambio, que esa abierta sonrisa de aquel
personaje secundario tan mono era muy animante y que a ella le causaba una excelente
impresión. Es verdad —añadió— que desentonaba bastante con el ambiente general
de la novela, pero por experiencia sabía ella que en la vida, y no miraba a
nadie —recalcó mirando al mismísimo Montoro—, conviene a menudo hacer la vista
gorda.
Juan,
alentado por la inesperada defensa de la imponente señora duquesa de Montoro,
sonrió aún más, si cupo. El duque de Montoro resopló y embistió con los ojos a
su señora.
Algo
estaba fuera de cuestión y es que así no podía continuarse con la historia, que
era muy dramática y no tenía sitio para el humor ni, mucho más menos, para la alegría, en el fondo mucho más escandalosa aún. Así que el duque, el
alcaide y el hijo del barón de Tacochuelo insistieron en pedir explicaciones a
Juan Martínez. Por una vez, los personajes principales se pusieron de acuerdo
en algo y fue en guardar un minuto de silencio para dar una oportunidad a Juan
de explicar esa sonrisa suya tan ofensiva como persistente como
incomprensible:
—Yo
me río siempre porque sé que la novela será estupenda y, en consecuencia, todo
lo que nos pasa es para bien. Me consta que el autor nos tiene mucho cariño a
todos, incluyendo por supuesto a su Excelencia el Duque de Montoro, que resopla
de esa manera. Si no, no perdería su tiempo en escribir estos nuestros absurdos
diálogos y enredadas peripecias ni se preocuparía por el color de los ojos de
Marga a la luz del crepúsculo, tan encantadores vistos a pie de obra, pero que
a él, que los podría encontrar iguales en su mundo, si no mejores, dicho sea
con perdón, habrían de importarles muy poco si no nos amase. Él nos ama, eso
está claro. Y buscará siempre el mejor destino para cada uno de nosotros. Puede
ser, es cierto, que la suerte de un personaje, en concreto la mía, para no ir
más lejos ni señalar a nadie, no pueda ser maravillosa y que, por decirlo
pronto, no acabe comiendo perdices con Marga. Bueno. Será un sacrificio
necesario para que la obra perviva y sea alabada y leída por generaciones y
generaciones de hombres. Pienso, cuando me flaquea el ánimo, en aquellas
lectoras jóvenes que acabarán prendadas del pobre profesor y que opinarán que
Margarita, dicho sea de
nuevo con perdón, hizo el bobo prefiriendo al rico heredero, al que yo, por mi parte, le deseo lo mejor, que
conste. ¿No será bonito —me pregunto y me río— vivir así en los sueños de
tantas adolescentes de épocas menos prejuiciosas y vaqueros ceñidos? No puedo
ver mi suerte tan mala como aparece textualmente en la novela. Mis quejas serían
ofensivas además para todos aquellos personajes que se le ocurren un
día a un escritor cualquiera y por pereza o por falta de talento no plasma
nunca en el papel o plasma mal… Esos sí entendería yo que no estuviesen para
muchas risas ni para nada, pero yo, que soy, que llego a la casa de mis señores
los Duques y que llamo a la campana y bebo en la cocina un vaso de agua clara
bajo la mirada apreciativa de la doncella y que una vez rocé la mano de
Margarita, mientras le enseñaba el rosa-rosae,
que sentí cómo se estremecía involuntaria pero no imperceptiblemente, no sé si
por mi mano o por las suaves declinaciones latinas, aunque conociendo las
inclinaciones de Marga, tan poco dada a los estudios nobles, abrigué en las
largas noches de invierno insensatas esperanzas de estrecharla en mis brazos y eso me dio, me da y me dará para
muchos noches de insomnio e ilusión. Y qué si más tarde me decepciono, si me debato como un hombre en el mar
proceloso de la desesperación y salgo victorioso y me enrolo en la legión
extranjera y [contine spoilers] vuelvo al cabo de veinte años hecho un
atractivo todavía aunque taciturno general de ultramar y todo eso, ¿cómo no voy
a reírme? Podéis, don Antonio, llevarme a prisión incluso, pero desde la más
oscura de sus mazmorras escucharíais mi risa y mis acciones de gracias al
autor…
Magarita,
marquesita de Luja, apenas pudo reprimir entonces un suspiro de asentimiento y
quizá de algo más, que no sabía si sería muy conveniente ni en sociedad ni para
la buena marcha de la novela, novela que cada vez, pensó, sorprendida, le
importaba sinceramente menos…
Jo, qué bueno.
ResponderEliminarY el gremio de profesores de latín (y los de griego, que también lo padecemos) te debería hacer un monumento, de tan baqueteados que estamos en la literatura española desde el dómine Cabra (que Dios confunda).
Cuidado con dejar hablar tanto a ese tutor, creo que finalmente la bella y delicada marquesita se va a enamorar y sin tener en cuenta la trama va a escapar con él en una noche de tormenta. La duquesa de Montoro se desmayará sobré un canapé de seda (sobre todo porque no tiene claro cuánto tiempo será correcto esperar hasta volver al próximo baile, ni qué ponerse en estos casos) y el Duque furibundo tronará como buen duque engañado y el marquesito de Tacochuelo le acompañará en una persecución implacable. Pero será tarde. El párroco de la pequeña iglesia de la primera aldea del camino, un anciano santo y bondadoso, los habrá casado. ¡Ay, que no escuche más al sonriente joven, pues en el siguiente capítulo se verá a la hermosa marquesita repudiada por sus padres, barriendo la casa rodeada de niños mocosos y sin apenas un guiso de col que llevarse a la boca, mientras Juan llega ebrio de la taberna desesperado porque no logra que le publiquen su novela. Ah, perdón, que eso sería en una novela realista y esto es un drama romántico. ¡Pero entonces peor! pobre Margarita, tan buena y delicada, recostada en un diván atacada por la tisis, mientras sus padres arrepentidos, avisados por su fiel criada, se dirigen en un coche blasonado de seis caballos al galope, para verla morir poco después entre sus amantes brazos, aunque conservando, espíritu purísimo, una delicada belleza alabastrina el perfil de su cadáver, (mientras suena el Nocturno en si bemol menor Op 9 Nº 1 de Chopin), dejando un marido desolado y una familia destrozada. Que no, que no, que se deje de pamplinas y no escuche más al sonriente maestro de lenguas muertas (que, obviamente, sabe latín) y que se centre en la trama.
ResponderEliminarJoé, qué buen comentario de Ignacio.
ResponderEliminar¡Imprevisible Máiquez! Monterroso debe de haberse derretido de gusto y de envidia, allí donde pene o goce.
ResponderEliminar¡Novedad!:o Estupendo.
ResponderEliminarQué buena noticia! Vas a escribir novela?
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