El oficinista, hombre blando, blanquecino, con unas ganas evidentes de
echar el viaje charlando. Me pregunta algo; le contesto con la mirada hundida
en el libro. Coge la indirecta. Si Leonor lo hubiese visto, habría dicho
“encaja la directa”. Cuando en la siguiente parada se monta un hispanoamericano
aún más curtido por el sol que lo habitual, varonil, de unos cincuenta años,
con petate de marinero, el oficinista pregunta con energía renovada:
—¿Marinero?
—¿Marinero?
—Capitán.
—¿De un barco de pesca?
—De un yate de recreo…
—¡¿Suyo?!
— …de un empresario.
[Silencio breve pero incómodo]
—¿Viene de lejos?
—Del Uruguay.
—La primera vez en España
—No, ya di varias veces la vuelta al mundo.
Derretido de admiración: —¿Usted es un aventurero,
verdad?
— Si me pagan…
[Silencio definitivo]
Qué grande.
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