Montando un libro mío de aforismos, he recordado a mi
abuela, que se hacía trampas en el solitario. Lo interesante es que ella era de
una moralidad estricta. Resultaba pasmoso, por ejemplo, el rigor de shabbat con el que vivía las fiestas de
guardar, cruzada de brazos sin coser, que le encantaba, y sin cocinar, calentando la comida apenas.
Pensaría —pienso— que en el solitario no engañaba ni a Dios ni a los hombres,
sino sólo a sí misma, y que eso
creaba un espacio exento a las normas… Las hondas y amenas disquisiciones éticas
a que eso podría dar lugar no tienen, sin embargo, nada que ver con mis textos,
aunque en la penumbra silenciosa de mi despacho me lo parezcan. Si hago
trampas, engaño al lector o lo intento. Por él y por el solitario, he borrado un montón de frases falsas y casi todas las traídas —y ésas cuestan mucho más— de otros libros.
Veo semejanzas entre las trampas en el solitario y la solución de Alejandro para deshacer el nudo gordiano.
ResponderEliminarJilguero.