jueves, 9 de enero de 2014

Master of the Revels


Hay algo muy incómodo en criticar, esa parte sustancial —me temo— del trabajo de crítico. Pero he descubierto un método. Cuando uno, antes, en privado, ha tenido la oportunidad de comentar los fallos que buenamente ve y de proponer mejoras al autor, luego ya puede decirlo en público. Se descarta el gesto feo de la puñalada por la espalda, desde luego; y también la posibilidad de sorprender en un descuido o una debilidad al autor, que tampoco es bonito. Si no te hizo caso entonces, se supone que no le va a hacer daño el reparo ahora. 

Así, sí puedo objetar con tranquilidad de conciencia. Véanse los muy leves peros, entre grandes aplausos, a Átomos y galaxias; o aquí, al Historiador que Ignacio García May embutió en su versión del Tomás Moro de Shakespeare y otros. Le propuse (y propongo, ya brindis al sol) que sacase, ya puestos, a escena a Sir Edmund Tilney, Master of the Revels, que bien que puso sus manos sobre el manuscrito. Aquí el fragmento de mi texto de Nueva Revista donde me explico: 


[…] 
La más evidente de las novedades que ha incluido García May es la figura del Historiador, o sea, de un personaje que hace las veces de intermediario entre el público y la obra, y que representa varios papeles sobre el escenario. Aunque este segundo aspecto pueda parecer menor, es un hallazgo, pues no sólo permite economizar el número fastuoso de actores, sino que otorga un chispeante movimiento irónico a la acción. 
Más discutible es el empeño didáctico del Historiador, quizá algo forzado por la vocación pedagógica de la UNIR, cuya Fundación ha producido ejemplarmente el proyecto. Ese afán de adaptación curricular deforma algunos significativos silencios de la obra original. Por ejemplo, el nombre de Enrique VIII no se usa jamás en ella, pero aletea constante sobre el público, omnipresente ausencia inquietante. En cambio, el Historiador saca a relucir al rey con diapositiva y todo. Incluso hace una intervención de anticlimáticos efectos después de uno de los más grandes discursos de Moro. Se trata del monólogo con el que el joven Moro sofoca —haciendo un alarde de poesía, de oratoria, de misericordia y de filosofía política— la revolución del Aciago Primero de Mayo. La explicación del Historiador resulta chocantemente contemporánea y contemporizadora. 
No decimos que García May hubiese tenido que optar por confiar más en la cultura general del respetable, añadiendo apenas unas notas históricas al programa de mano que lo pusieran al día de las complejas circunstancias de la trama. Para la adaptación resulta demasiado eficiente su personaje comodín como para renunciar a él. Otra solución, quizá más arriesgada, pero de un innegable interés metateatral, habría sido dar ese papel al Maestro de Festejos, esto es, a sir Edmund Tilney, con lo que se habría hecho un guiño al manuscrito original, invadido, de hecho, por la mano intrusa de aquel censor, que colocó ya entonces sus indicaciones al margen. ¿Qué más lógico, pues, que ese mismo personaje, coetáneo de Shakespeare y los otros autores, volcase sobre las tablas sus comentarios y glosas, dando una explicación más pormenorizada a las coyunturas históricas y desvelando algunas de las intenciones implícitas? Al fin y al cabo, ése fue estrictamente su trabajo. 
[…].



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