Iba en coche a Sevilla con el ánimo doblemente ceniciento. Sin embargo, un recuerdo me arrancó una sonrisa. Una vez me molesté con mi amigo David Puente porque, sabiendo de mi tendencia a llegar tarde, me dijo que una conferencia empezaba media hora antes. Ayer me salté la entrada de la autopista y tuve que ir por la carretera, entre camiones, y llegaba un poco tarde y luego cogí todos los semáforos en rojo y después no encontraba aparcamiento. "Ay, David", pensé, "me tenían que haber vuelto a engañar con la hora de tu funeral". ¿Oí una imperceptible risa?
Al de Fernando Ortiz, ya fui andando, con tiempo, recordándole con Abel Feu. Dio la misa un sacerdote italiano, así que se oía como un eco evocador de aquella conversación de Navagero con Boscán y Garcilaso. A la salida, su hija Regla, que participó en la traducción de Lepanto y otros poemas, me decía, conteniendo alguna lágrima, que al fin, ayer, después de la misa, estaba muy consolada. Y decía: "Es que esto" y señalaba, haciendo un círculo o, mejor dicho, una cúpula, toda la iglesia de la Caridad. Y añadía: "Perdona, Enrique, no te lo puedo explicar". Pero podía: la entendimos.
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