Un estribillo mío es pedir a los directores de los medios con los que colaboro o al jefe de opinión, en su caso, que no dejen de avisarme cuando cualquier detalle les parezca mal. Saltan espantados negándose en redondo: les suena a censura. Yo, evitando la palabra maldita, les ofrezco dos argumentos. Uno, de gestión y dinámica de grupos; y otro artístico. El primero: que un periódico o una revista es un trabajo en equipo y que tampoco querría yo ser el último en enterarme de que lo que hago no gusta. Nadie te dice nada hasta que te dicen que te vayas a tu casa. Uf, qué miedo. La nueva manera de trabajar, mandándolo todo por e-mail, sin contacto visual ni telefónico siquiera, no te permite atisbar reacciones por lenguaje no verbal, encima. Estás inerme. El segundo argumento es que un periódico o una revista es como una sinfonía: verdad que en mi columna o mi reseña hago de solista, pero el jefe es el director de orquesta y yo, tan jerárquico, quiero estar pendiente de la batuta, no perder el ritmo.
Ninguno de esos argumentos ha convencido nunca demasiado a ninguno de los responsables. Gracias al artículo de hoy, he encontrado otro. Tiene la ventaja de que coge por los cuernos a la palabra prohibida. Y que es verdad. Si puedes confiar que tu jefe te va a censurar cuando haga falta o va a discutir contigo cualquier error o falta de tacto, puedes escribir con muchísima más libertad. Si el encargado de censurarte eres tú mismo pasa como en los buffets de los hoteles: que acabas sirviéndote más de lo justo.
(Voy a reenviárles esta entrada, a ver si los animo.)
Nunca antes lo había visto de ese modo, pero tienes toda la razón. Hay ocasiones en las que mejor sería que nos acotasen el límite o, al menos, concretasen los parámetros, únicamente para facilitarnos así el trabajo; y con más motivo si el autor publica para un tercero. Los cercos a la hora de escribir son tan maleables... En este caso la palabra "censura" no es para echarse las manos a la cabeza, ni mucho menos, sino que más bien equivaldría a eso que llamamos, con tono autoindulgente, una "mentira piadosa", dotando a ese paralelismo de un cierto viso metafórico. Claro que, en cualquier caso, todo sacado de contexto, pierde su significado. Es el juego que suelen emplear los políticos constantemente en el Parlamento, por poner un ejemplo. ¡Un saludo!
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