Esto podría ilustrar la diferencia entre la vanidad y el orgullo. Cuando he visto la entradilla del artículo de hoy, me ha dado un vahído. Las propuestas de entradilla las mando yo con el texto. Ayer envié lo mío desde el móvil, saliendo para la conferencia-entrevista de Natalia Sanmartín. Cierto que iba con prisas, pero ¡podía haber sido tan torpe, Dios mío! He ido corriendo a ver qué puse en el correo enviado y era: "Dicen que son inofensivas, incluso benéficas, pero cuesta crreerlo", supongo que se les quedó corto y tuvieron que estirarlo. Yo respiré tranquilo, comprobando que soy más orgulloso (el fallo no es mío) que vanidoso (por mucho que quede como un torpe estilístico ante mis lectores).
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Con el orgullo intacto y la vanidad herida, en el estado ideal, recordé el remordimiento. Ayer Natalia hizo un canto al campo precioso, entre otras cosas. Y yo salgo hoy lloriqueando por las alúas. Aquí añado que, con todo, prefiero quejarme de las hormigas voladoras antes que del ruido o del estrés de la gran ciudad. En versión llorona, mantengo mis jerarquías.
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Cuando Natalia Sanmartín arremete contra la televisión sé que tiene -como en tantas cosas- razón, aunque nosotros no hemos dado un corte al cable, ay. Por eso me alivió recordar que antes de salir, Carmen me había enseñado su poema al "guepardo sueñador", que es fiera como la oscura y miedosa noche (qué hipálage de manual, eh), creído como el niño infeliz (hala), tan escurridizo como el viento, tan olfateador como el perro pastor (bueno...), es tan listo como el puma y es tan sueñador como el ser umano. Natalia defendía la lectura y la escritura como la gran defensa de los niños. A Carmen, uf, la defiende un guepardo sueñador, gracias a Dios:
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