Hablo mucho de mi mujer,
pero si la conociesen lo entenderían. Siempre que salía el tema de lo que
roncaban los maridos y todas las amigas protestaban, ella ponía cara de póker,
sonrisa angelical y silencio profundo. Estuve diecinueve años de matrimonio creyendo
que yo no roncaba. Hasta que en un retiro espiritual me tocó compartir dormitorio
con un inglés, y a ella (tan anglófila) le dio un acceso de pundonor conyugal y
patriótico: «¿Y no lo disturbarás con tus ronquidos?».
Eso fue hace tiempo y ya
había vuelto a olvidar mis ronquidos, pero anoche me desperté de madrugada y
bajé a dormir al fresco del porche. Mi mujer abrió un ojo, vio nuestra cama
vacía y como me había dejado trabajando en el ordenador y muy nervioso con lo
de Hacienda, pensó tiernamente: «A ver me lo encuentro frito de un infarto frente
a la pantalla». Fue a bajar a ver, pero desde la escalera oyó mis ronquidos, y
qué inmensa alegría, me contaba.
Era el ronquido salvífico.
Tu blog salva, Enrique.
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