Me alegra oír cosas emocionantes de otros niños porque a veces me temo que me esté dejando cegar por el instinto paternal. Me cuenta un amigo que estaba en casa oyendo cómo su hija mayor (15 años) daba clases a su hijo menor (8 años). Éste, por lo visto, se estaba haciendo un lío con las entidades administrativas, que es algo que suele pasar. ¿Madrid es España? ¿Valencia no es Madrid? Etc. Entonces pasaron de lo administrativo a lo político. «¿Y Cataluña?» «Cataluña es España, aunque algunos catalanes no quisieran». «Ah», amoscado. Y entonces le dice la niña a su hermanito: «Pero mientras papá viva, Cataluña seguirá siendo de España, no te preocupes».
No sé si mis hijos lo tendrían tan claro conmigo.
Cuando he llegado a casa, Carmen ha querido acompañarme a la compra. Yo me he hecho ilusiones con que, charlando, charlando (la inspiración la tiene que pillar charlando), igualase el órdago a grandes de mi amigo. En el peor de los casos, llevarla en la vespa, me encanta.
De pronto ha empezado a sonar un ruido muy raro. «Para, para, ¡para!», ha gritado. He derrapado del frenazo. El ventilador del motor había cogido el vuelo de sus súper pantalones de campana con flores hippies y los había chupado con fuerza.
«Uf», suspiré con alivio, «podía haber pasado una desgracia...», mientras desenredaba unos pantalones ahora grasientos y raídos.
Me ha contestado indignada: «Una desgracia ha pasado», y señalaba los bajos de los pantalones.
Mi risa le ha terminado de provocar una indignación muy fashion. No es la épica de la hija de mi amigo, desde luego; pero menos da una piedra.
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