Llego al hospital a ver a mi padre con esa urgencia con la que nos aguza la mala conciencia de no estar siempre al lado del enfermo. Llamo a la puerta mientras entro. Están mi padre, en la cama, y mi madre, de pie, al pie. Corro a dar un beso a mi padre, que me sonríe con estoicismo. Mi madre, disimuladamente, como suele, me da unos golpecitos con la mano en el muslo, con su mano preciosa, de largos dedos. Lo hace como siempre: con un poco de angustia teatral y con el telón de fondo de su humor inaccesible al desaliento. Yo me pongo a pensar a toda prisa, divertido, qué querrá que no diga delante de mi padre. ¿Qué metedura de pata estoy a punto de perpetrar esta vez? De pronto, caigo. Me quiere señalar la extravagancia de que esté aquí, con nosotros, tan tranquila, cuando hace ocho años que murió. No quiere que haga demasiados aspavientos. Pero le fallo. De la impresión, me despierto.
Y garabateo en el móvil este tanka:
Desde hace meses
no soñaba contigo.
Los mismos meses
que se han pasado sin
escribir un poema.
.
¡Cómo te entiendo, Enrique!
ResponderEliminarQué maravilla
ResponderEliminarMaravilloso Enrique! Cuánto tiempo sin darme una vuelta por tu casa y me encuentro con esta entrada...
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