miércoles, 14 de noviembre de 2018
La ropa
Algunas mañanas, cuando subo a cambiarme, me encuentro sobre la silla del cuarto de baño, mi ropa doblada y cuidadosamente escogida. Me la ha sacado Leonor. Hubo un tiempo en que medía el valor social que ella daba al evento al que fuésemos, no por el cuidado que Leonor pusiera en su vestido, que siempre es máximo, sino por si me sacaba la ropa a mí o no. Últimamente ha visto que me hace mucha falta y me la pone también los días laborales.
Yo lo agradezco por tres razones de peso: 1) Desactiva mi antoniomachadismo. 2) Me evita cualquier crítica suya a lo largo del día, salvo que se me salga camisa o me manche el pantalón, o sea, críticas superficiales, que no ponen en cuestión mi estética. Y 3) me llevo incluso algún piropo muy sincero, de ella admirando su obra.
Para los más recelosos de la paridad que lleguen incluso a fiscalizar la silla de nuestro baño, he de ofrecerles un detalle que demuestra que mi mujer no lo hace en absoluto por atenderme a mí, sino por amor al buen gusto universal: por no dejar suelta por el mundo otra fealdad, que ya bastantes hay. Jamás me saca los calzoncillos.
Ésos ni mentarlos. Son asunto mío.
Saca todo lo de fuera, lo que pertenece al mundo: zapatos, calcetines, pantalón, cinturón, camisa y jersey. Pero para lo invisible, no, ni hablar, he de ir yo al armario y sacarlos con un esfuerzo que ella jamás ha pretendido evitarme ni por asomo. Ahora bien, en esos casos, echo mi cuarto a espadas y busco unos calzoncillos que entonen con el conjunto. Para que tampoco se diga.
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