jueves, 2 de enero de 2014
Playa de mentira
Íbamos al cine con los niños. Compramos las entradas y enseguida entraron en un salón de recreativos estratégicamente situado a la izquierda. E. se montó en una Harley-Davidson amarilla y Carmen en un coche de Batman. Un euro cada. Luego se paseaban queriendo que yo echase más monedas en todos los aparatitos: unas pistolas para matar zombies, cuyas vísceras saltaban por doquier, un desbocado toro mecánico, unos atronadores coches de carreras... Decidí que había que salir de allí inmediatamente, y propuse hacer tiempo paseando por la playa. Carmen preguntó: "¿Pero es la playa de verdad o una de mentira?". De verdad. "Yo quiero una playa de mentira". Me asustó (de veras, no literaturalizo en absoluto) el magnetismo de la ficción, lo confortable que resulta la fantasía y cómo Carmen ya lo había detectado y pedía lo virtual a toda costa.
Fuimos a la costa, naturalmente. Y hacía un frío estupendo, maravilloso para ir haciéndose el cuerpo a ver Frozen, que es excelente. Corrimos detrás de las gaviotas, que estaban perezosas y no querían levantar el vuelo, nos mojamos con la lluvia menuda [por cierto] e hicimos bolas de nieve, digo, de arena.
Volviendo al cine, le pregunté a Carmen cuál es la niña más simpática de su clase. Contestóme: "La Miss Simpática es Isabelita". Me volví a horrorizar: "¡Miss simpática!". Aunque ahora que lo escribo, le veo a la contestación un punto de ironía y otro de renuncia a la competencia que quizá estén bien.
En todo caso hay que vigilar muy atentamente, que la posmodernidad se nos cuela por todas las rendijas de la casa.
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2 comentarios:
No veo yo razón para oponerse a la posmodernidad, que me parece completamente inofensiva. Tal como yo la entiendo, vendría a ser algo como esto: "¿Usted qué es, moderno o antiguo? Pos moderno, supongo". Pos eso.
A veces preferimos lo virtual a lo real, lo pintado a lo vivo. Ya en el siglo XIX Hartzembuch escribía esto:
Pintó el insigne Don Francisco Goya
con tan rara verdad y valentía
un burro de la casa en que vivía,
que el cuadro borrical era una joya.
Mister qué sé yo quién, inglés muy rico,
veinte mil reales por el lienzo daba;
Goya, que a la sazón necesitaba
un estudio bien hecho de borrico,
tenaz a enajenarlo se negaba.
Oyendo al fin un día
el asno vivo discutir el trato,
exclamó sollozando de alegría:
-¡Mil duros da el inglés por mi retrato!
Por el original, ¿qué no daría?
(Jilguero)
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