lunes, 20 de octubre de 2014
Más cantigas y más
El contraste entre el afinamiento y la música afinada resulta mucho más extremo que entre el silencio y la armonía, tan acompasados. Por eso, agradecíamos mucho que los maestros de Urueña, antes de cada cantiga, afinasen tanto sus instrumentos medievales. Sazonaban el tiempo de espera con algunas anécdotas. Por ejemplo, una señora les dijo al final de un concierto: "Muchos instrumentos medievales, pero he observado que gastan ustedes un afinador electrónico". "Y lo que es peor, señora, hemos venido en coche, no en caballo". Está claro, pensé yo, que hay instrumentos antiguos indispensables y otros innecesarios. La sabiduría está en distinguirlos. También notaron la humedad brutal en Jerez de la Frontera, comparada con la del páramo castellano. Y eso que no estábamos en el Puerto...
La primera cantiga era sobre un milagro de la Virgen de mi húmedo pueblo, precisamente, aunque a favor de una chica de Jerez, que la Señora no cae en tontas rivalidades localistas. Tenía la muchacha los pies al revés y el padre había rezado sin desfallecer años y años. Tuvo, al fin, el buen tino de rezar a Santa María del Puerto. Una noche la niña se pone a dar terribles alaridos. Ha soñado que una señora le retorcía los pies y sentía terribles dolores. Al levantar las sábanas, se encontraron con que los pies estaban estupendos, "que no los podía tener mejor". Yo para mí me anoté que Santa María no usaba anestesia, pero me sentó fatal que los músicos de Urueña gastasen la bromita de la ortopedia. ¿Doble vara de medir, la de mi humor, o qué?
Luego cantaron un romance de cárcel medieval que han conservado los sefardíes, benditos sean. Un conde condenado se pregunta: "¿Qué dirán mis fillos / al verme en prisiones?" Yo empatizaba con el conde una barbaridad.
Luego, tocó el turno de la música musulmana. Y una pandilla de al lado mía lo celebró como una gracia; como si ahora les tocase el turno a los suyos, y se pusieron a hacer la danza del vientre con el cuello.
Gracias a las tres culturas, volvimos enseguida, por riguroso turno, a las Cantigas de Santa María. Esta vez el milagro consistía (consistió) en traer la lluvia, y torrencial, a los campos resecos de Jerez, tras que un monje mejor les suplicase a los lugareños que suplicasen y llorasen por sus pecados. Se puso a llover a mares. Los maestros de Urueña dijeron que eso hoy se llamaría "ciclogénesis explosiva" y la gente explotó en una carcajada. Era llegar a las Cantigas y no podían resistirse a las bromitas, que no gastaban con los mudéjares. (A propósito, uno de los muchos méritos de la conferencia del día siguiente de la profesora Elvira Fidalgo sobre las Cantigas es que no sucumbió a las tentaciones de la chufleta). Yo, sin embargo, me quedé con otra cosa. Decía el texto que viendo cómo llovía, "los que estaban llorando, se echaron a reír". Y ésa era una risa extraordinaria.
Cantaron, para terminar, unas canciones de bodas sefardíes y los vecinos pro-musalmanes empezaron a bailar sin prejuicios ideológicos y fue estupendo.
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