Leo de nuevo Mi planta de naranja lima. Mis hijos me piden que lea en alto y, asombrados de que esta vez sea la historia de un niño, se arraciman a mí lado. Muy bien. Pero llego a la parte de la flor para la profesora y la galleta, y empiezo a llorar. Los niños, pasmados, me tocan las lágrimas con las yemitas de los dedos y les hace gracia mi nariz colorada. Recuerdo al sacerdote que preguntaba cuánto hacía que uno no lloraba y me río, entre lágrimas. Pero para mis hijos tengo un recuerdo mejor, para que no confundan las lágrimas con una debilidad cuando son una delicadeza. Es esa copla argentina:
Mi caballo es andaluz,
de los que trajo Mendoza,
que no tiene miedo al tigre,
pero tiembla ante la rosa.
Les convence. Que siga leyendo, pues. Pero empiezo a no poder por el nudo en la garganta. Se ofrecen a ir leyendo ellos a páginas sucesivas y así pasamos el duro trance de ese capítulo.
Cuando llega su madre, se lo cuentan enseguida. Han visto a papá llorar, que no lo habían visto nunca, dicen. Cuando Leonor se alarma, enseguida, la calman. No, no, ha sido, naturalmente, ante la rosa.
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