jueves, 9 de mayo de 2019

Tribulaciones del optimista


Llego a la ortopedia en Cádiz y me doy cuenta, con horror, de que me he dejado la receta en casa (en el Puerto, lejano y solo). Miro en todos los bolsillos de mi mochila y en los del chaleco y en los del pantalón. Vuelvo a mirar.

Nada. 

La he olvidado.

Eso me obliga a volver mañana y perder media mañana buscando aparcamiento. Estoy a un tris de desesperarme. Pero entonces pienso en lo bonita que es la vista desde el puente nuevo. En el estupendo café que sirven en el bar de al lado de la tienda. En la posibilidad de hacer esas llamadas que tengo pendientes por el manos libres. Al final, me alegro mucho de tener que volver y no  le veo más que ventajas.

Entonces, como si un diablillo travieso estuviese enredándome, encuentro en el último bolsillo del pantalón, la dichosa receta. Tengo que reprimir un rictus de fastidio. Que mala suerte.

Como si mi espíritu fuese un GPS tengo que recalcular la ruta. Vale. Si lo hago todo hoy, puedo tomarme el café mañana en el bar del IES, que no es tan bueno, pero es más cómodo. Bien, qué suerte he tenido, es verdad. Entro.

Con pasmo, me mira el señor que me atiende. Esta receta que le he dado lo es para una prueba de esfuerzo. Ay, Dios mío. Me he confundido de receta. El señor no sabe si reírse de mí o llorar. Me dice que es importante que me haga ya la prueba de esfuerzo. Ha visto la fecha y se ha escandalizado.

Además me ve cara de congestionado. «No, no, no es corazón, es usted muy amable, sencillamente estoy recalculando. No se preocupe. Adiós, hasta mañana que tendré la suerte de volver a verle».




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