El problema del escritor confesional no es, desde luego, éste. El verdadero problema del escritor confesional es la confesión, pero la sacramental. Con El pábilo vacilante ya me ha ocurrido tres o cuatro veces que se me destaca la bondad antinatural de la voz cantante o del personaje. Y yo, que no fui consciente de ello mientras lo escribía, no puedo estar más que de acuerdo, y más aún teniendo tan cerca el modelo, al otro lado del espejo. Ocurre que mis maldades —aunque para no ser pretencioso, mejor decir mis ruindades— y mis malos humores e intenciones los vuelco sobre el confesionario. Y allí los olvido y se hacen nada, inexistentes, ni escoria. Eso hace que al blogg llegue un Enrique García-Máiquez ligero, alado, divertido, feliz, con una mirada limpia. Un Enrique García-Máiquez, concedo sin problema a mis inquisitivos interlocutores, algo falso. Pero sin remedio, porque, como algunos de ustedes comprenderán, no voy a dejar de confesarme para salvar al blogg.
Se me ocurren dos soluciones. La primera, ir dejando caer o sugiriendo algunos de mis pecados o errores o debilidades o mezquindades. Pero, paradójicamente, sería un hipócrita si lo hiciese, porque, tras confesármelos, veo que son nada y aquí estaría usándolos de ingredientes, qué asco. La otra solución, consistiría en ir informando periódicamente: "Hoy confesión, u hoy, agujero negro, u hoy, reciclaje, y hoy, coche escoba, u hoy desintegrador de partículas, o repitiendo como una letanía aquella cita de Chesterton de que la confesión se salía como un niño recién nacido, un bebé con diez minutos". El problema de esto es que alentaría a las imaginaciones más calenturientas, y tampoco es eso.
Lo mejor es dejarlo como está. Puestos a tener límites, el de la bondad no está mal. Y si uno no alcanza a ser santo, bueno, a ver si lo consigue su personaje.