viernes, 2 de agosto de 2013

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Está bien que en Suma Cultural hayan bajado el ritmo de tribunas durante el mes de agosto, en el que publicaré sólo quincenalmente. Así puedo ir purgando aquí mi obsesión moreana. La tribuna tiene que ser muy variada y a mí en todo lo que leo últimamente me salen motivos para seguir hablando del Tomás Moro de Shakespeare. Enumero los casos de mi caso.

Entusiasmado con las citas de Ángel de El cielo en palabras terrenas, he tratado de conseguir ese libro de Cabodevilla, pero, por más que he estirado mi cuello buscándolo, lo más alto que he llegado ha sido a La jirafa tiene ideas muy elevadas. El libro, que ya me dio para un tuit [Me preguntan en la playa: "¿Qué lees?". "La jirafa tiene ideas muy elevadas" (Cabodevilla). "Oh, suena a un libro muy profundo" [sic]], es un tratado sobre el humor tan gracioso como bien tratado. Allí, de pronto, se explica: que "en las películas de Charlot siempre son representantes de la autoridad los que tropiezan con una farola o se caen en una alcantarilla. ¿Por qué? Porque ellos, según explicaba el mismo Charlot, ostentan la dignidad del poder y sus desventuras hacen reír mucho más que si se tratara de simples ciudadanos". Yo inmediatamente recordé esas palabras de Moro en la obra, que tendrían que ser mucho más hilarantes para el público de entonces, más sensible a la autoridad de la autoridad y sin el cansancio de tanta broma de Charlot y de tanta revolución. Es cuando Tomás Moro dice:
La antorcha de la gloria se porta con triunfo, 
pero a veces se apaga a mediodía, 
para chanza del pueblo. 
Otro recuerdo irresistible del Tomás Moro es cuando se lee la dedicatoria que Robert Southwell dirigió "a su querido primo", que podemos suponer que era W. S., su primo. En ella, además de una frase que habría que grabar en oro: "How well verse and virtue suit together", se habla mucho de la importancia del tema escogido, que en los tiempos que corrrían, por la frivolidad circundante, termina haciendo de los nombres de poeta, amante y mentiroso "palabras con un mismo significado". Cómo no recordar entonces de inmediato el salto avergonzado que da en la obra el conde de Surrey cuando se le llama "poeta":
Oh, milord, al llamarme «poeta» me acusáis 
de ingente ociosidad. Es un estudio 
que a pobres nos destina; y se nos tiene 
de siempre por inútiles para la cosa pública.
Y sobre todo la respuesta de Moro (o sea, de Shakespeare), tan cercana en espíritu y casi en la letra, a la dedicatoria de Southwell:

MORO
No abandonéis la hermosa poesía, dulce lord, 
a tal desprecio. Con el corazón hablando, es la más dulce heráldica del arte, 
la que distingue el duro, áspero acebo 
del airoso laurel.  
SURREY 
Sin embargo, milord, 
se ha quedado la última, detrás de las ciencias mecánicas. 
MORO 
Yo os mostraré por qué 
no es tiempo de poetas. Deberían 
cantar según el fuerte canon heroica facta: 
Qui faciunt reges heroica carmina laudant. 
 Pero decaen los grandes temas, y así las plumas  
privadas de ejercicio, languidecen. 
Claro que eso era una preocupación de la época, como he visto en la estupenda obra de Waugh, Edmund Campion. En 1566 Isabel I viaja a Oxford, donde conocerá a Edmund Campion —que le causó la mejor de las impresiones—. Allí la reina escuchó a las puertas de Christ Church, el discurso de Mr. Kingsmill, el Orador de la Universidad, al que expresó su reconocimiento con estas palabras: "lo hubiese hecho usted muy bien, de haber tenido mejor tema".

No ha sido el único recuerdo al Tomás Moro que me ha despertado la biografía del jesuíta. Allí se nos cuenta del English College de Douai, fundado y sostenido por esa figura fascinante que es William Allen (dice Waugh: "El hecho de que el catolicismo sobreviviera en Inglaterra se debe, más que a nadie a William Allen"). Tuvo grandísimos problemas con la población autóctona, que no terminaba de aceptarlos y los veía como una sucursal del poder español, y los atosigaba. ¿No es otro eco discernible en la preocupación de Tomás Moro en Tomás Moro?

… id a Francia, a Flandes, a cualquier  
provincia de Alemania, a España, a Portugal 
a un sitio que no sea aliado de Inglaterra, 
y allí tendréis que ser extranjeros. ¿Querríais  
dar en una nación de carácter tan bárbaro  
que, revolviéndose en atroz violencia 
no os dejase encontrar un cobijo en su suelo, 
sus odiosos cuchillos afilase 
contra vuestras gargantas, despreciándoos  
como a perros, lo mismo que si Dios 
no os hubiese creado y no os reconociera; 
y como si no fuesen los elementos útiles  
para vuestra existencia, sino una propiedad  
para ellos reservada? ¿Qué diríais 
si os tratasen así? Así 
tratáis vosotros a los extranjeros 
y así es vuestra oceánica falta de humanidad. 

También, cuando habla Campion en el final de su muy emocionante Alarde: "encomiendo vuestras conciencias y la mía a Dios Todopoderoso, el Escrutador de los Corazones, para que nos envíe Su gracia y nos ponga de acuerdo antes del día de la satisfacción, de modo que al fin podamos ser amigos en el Cielo, donde toda injuria será olvidada"; yo me quedo de una pieza, porque hay otro eco en la obra de teatro prácticamente textual:
Yo te diré por qué. La Corte nunca escruta 
como el Cielo la indignación del príncipe, 
sino que estando frágilmente constituida 
de una tierra dorada, brilla apenas 
sobre esos sobre los que brilla el rey, 
sonríe si él sonríe, se eclipsa si él se eclipsa. 
Mas siendo ambos mortales —Corte y rey—, 
no sueltes ni una lágrima por las cosas terrenas. 



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