Nada más noble que tener muchas deudas, aunque hay quien se lo toma en el sentido comercial, y tampoco es eso. Deudas impagables, me refiero. Un ejemplo, Cristóbal Serra, también en esto:
DEUDAS EN VOZ ALTA
Debo al puerto de Andratx, de la costa de poniente de la isla, un montón de experiencias interrumpidas pero nunca olvidadas.
Le debo sobre todo una casa cercana al mar, desde la que contemplé años y años el faro de la escollera y aquella agua ancha de la boca del puerto, que, entre brisas, tenía pureza y misterio de verdadero mar.
Disfrutaba de un cantón, que tenía ventana, en donde podía entregarme a la lectura y a la contemplación. Madame Rebours, que era muy dada a los motes, tenía en su casa -bautizada con el nombre inglés The Den- un banderín prendido en la pared, con este verso de Baudelaire: 'Hombre libre, amarás el mar'.
Yo, que no quise ser menos que la francesa, puse mi banderín en mi chiribitil, donde la maroma y la nasa convivían con el palangre y la mesa repleta de libros. El mote fui a encontrarlo en Montaigne: 'La libertad y el ocio, mis cualidades dominantes'. A Montaigne lo había leído mucho en los meses de postración y padecimiento, y lo tenía tan subrayado que daban grima aquellos dos tomos de Garnier.
Otras deudas que tengo que enumerar:
El primer salpicón de la ola ligera.
Haber desayunado los días de mi juventud con el oreo de la brisa en la frente...
Haber sentido el contacto, tibio o frío, de la espumilla venerable del mar que rodea místicamente las cortezas barquichuelas.
Dar toquecitos a la medusa temblorosa los días reciales de temporal, cuando la rada amanece sembrada de sombrillas violáceas.
Sentir en el tuétano septiembre y la caída de la hoja caduca.
Apreciar el color gris turbio del puerto que el coletazo de la palometa perturba.
Esperar con el novilunio a que pique la dorada, ese pez reluciente, que el pescador tiene por muy ladino.
Arrancar todos los años la nacra que se resiste a ser arrancada.
Oler, en el crepúsculo, el rancho que los marineros guisan en el anafe.
Desagarrar de la roca la lapa y ver cómo la ola traviesa la arrebata, porque no eres todo lo perito que hay que ser.
Descubrir el terciopelo rojinegro del erizo de mar y sus verdes sombríos, entre púa y púa, que parecen arrancados de una tela de Teotocópuli.
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Lo que me llevó a recordar, por mi cuenta y riesgo, el faro de Cádiz, que veía desde la terraza de casa de mi padre, parpadeando como una estrella morosa. Algo tiene que significar que los pinos hayan crecido hasta tapar aquella vista del faro. Desde la terraza de mis padres ahora sé que el faro está tras la masa verdinegra del pinar, latiendo igual que antes, más de mar y nada más. Eso es un símbolo. Y cuando lo veo desde la orilla, imperceptiblemente, vuelvo a la terraza de casa de mis padres. Me lleva a puerto.