sábado, 27 de octubre de 2018

¿Cuento o canto?



Además de los problemas externos del blogg, que son los míos, con tanto artículo que escribir, sin tiempo para mí aquí, están los problemas internos: ¿Qué es el blogg, cuento o canto?

Del viaje fugaz a Madrid tengo de los tres:

El problema externo. Fue todo tan rápido que no puedo ni contarlo. Aunque presumiré de un gesto. Las botellitas de agua mineral son insoportablemente conservadoras. Así que me llevé mi botella de fino, y qué bien queda en la foto:



Leonor y yo nos cruzábamos yendo y viniendo de Madrid, como otra vez, pero esta vez no teníamos tiempo ni de vernos, pues ella ya llegaba tarde a su reunión. Por suerte, se le había olvidado el cargador del móvil. Así que pidió al taxi que diese un rodeo y pasase por la puerta de mi hotel. Yo la esperaba en la calle. Le di mi cargador y un beso y nos dimos la mano, extrañamente y fue lo más tierno. Me di tiempo de mirar de reojo al taxista por tratar de adivinar qué estaba pensando de la escena. Tenía una cara de póker muy profesional.

Y luego puedo o contar una cosa del viaje de vuelta o cantar otra o las dos, esta vez:

Cuento. El tren iba a reventar. Habían doblado los coches. A una conocida le habían dado un asiento lejanísimo, y me dijo que llegaría andando más o menos al Puerto. Le ofrecí cambiarle el billete, pues mi coche ya estaba allí, pegado, y lo dudó bastante durante dos o tres segundos, pero dijo que no, que le venía bien hacer ejercicio. Luego caí en que siendo registradora (consorte) de la propiedad, quizá fuese en preferente, y mi cambio caballeresco hubiese sido un horror que me habría llevado avergonzado las cuatro horas. Con las dudas, me confundí de coche. Y una señora muy amable me levantó. Fastidiado con mi torpeza, fui refunfuñando. Y caí, oh, oh, me reía, en el único asiento de todo el convoy que tenía un sitio vacío a mi lado. «¡Qué chamba, macho!», como diría Luis Alberto de Cuenca. La registradora no hubiese ido tan mal, al fin y al cabo. Pero enseguida apareció por allí un tipo enorme y sudoroso que había cogido el tren por los pelos y que no podía pasar al coche en el que tenía su asiento. ¿Me importaba si se sentaba en el sitio de al lado? Yo me avergoncé de mi propia avaricia miserable. Ya había establecido una relación de propiedad con los dos asientos, que así somos de expansivos. Y cuando iba a empezar a maldecir mi malísima suerte, descubrí que mi asiento original era el del pasillo, que en un tren atiborrado, es mortal, y que me había sentado en el de la ventana. El chico se había desplomado en el asiento libre, en el del pasillo. Había tenido suerte, después de todo. Y luego resultó que iba a Córdoba, cercana y sola, y me dejó dos horas más, ahora doblemente inesperadas, hasta el Puerto. O sea, que, entre unas sorpresas y otras, anduve (sentado) entretenido.

Canto. Cuando llegué a la estación del Puerto, fui muy consciente, nada más poner el pie en tierra, de que Leonor no me esperaba en casa y de que los niños ya estarían dormidos. Eso tuvo una parte buena, porque me encontré con una amiga de hace lustros y pudimos charlar allí, a la salida de la estación, con toda la tranquilidad del mundo. Pero cuando llegué a casa, con lo que me gusta a mí llegar a casa, tuve un golpe de melancolía. A ver si después de tanto presumir de localista y de amante del hogar, lo único que a mí me importa es que esté Leonor. Ha sido la peor llegada a casa en 49 años de idas y venidas.




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