Carmen está gritando en la entrada del Bucito y dando saltos: "Llegué. Llegué. Antes me daba miedo y llegué". Ha llegado sola en bicicleta desde casa hasta la playa. Antes, en efecto, le daba miedo; pero lo ha vencido. Me cuenta, al oído, el secreto de su victoria. Ha inventado una canción para darse ánimo:
Cuesta abajo, acelero
y cuando quiero
freno.
Cuesta arriba,
trago saliva.
Está especialmente orgullosa porque yo le doy mucho valor al valor. Ya saben: "Sólo es libre el hombre / que no tiene miedo" (vía). Eso, Quique lo tiene totalmente interiorizado. Ahora está tumbado sobre mí, que estoy tumbado en una hamaca. Me ha pedido que lea en voz alta el libro que tengo entre las manos. Es más o menos apropiado. Filetes de lenguado de Gerald Durrell. Cuando acabo el segundo relato, el de las tortugas, se me hace un nudo en la garganta y se me escapan dos o tres lágrimas, como pelotas de ping-pong. Quique se da cuenta (se ha mojado, de hecho) y me mira pasmado. "¿Estás llorando?". Llorando yo, el mismo que, cuando se hacen un rasguño en la rodilla, les cuenta la épica de los tercios viejos de Flandes y les prohíbe un lamento. "Sí, de emoción. Los hombres no lloramos casi nunca de dolor, pero así, sí". No lo veo convencido del todo. Le recito la infalible milonga argentina:
Mi caballo es andaluz,
de los que trajo Mendoza,
que no tiene miedo al tigre
pero tiembla ante la rosa.
Se lo gloso y queda convencido del todo. Pero, de pronto, veo que su ceño se frunce. Me mira con pena y confiesa: "Yo nunca he llorado de emoción".
1 comentario:
Deliciosa entrada, que suscribo de cabo a rabo. Yo era capaz de contar con los dedos de una mano las veces que lloré desde los dieciocho a los treinta, lapso de tiempo en el que perdí a mi padre y un primo muy querido. Ahora pasados los cincuenta, lloro casi mensualmente y casi siempre de emoción, pero no soy tan valiente como tú cómo para hacerlo en público.
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