La etiqueta de “poesía de la experiencia” me parece bien, sobre todo porque no es más que eso: una etiqueta, y alguna hay que tener. Y desde que mis colegas huyen de ella como si fuese una estrella amarilla, la miro con más simpatía.
Más fundamento tiene si aplicada a la lectura. La buena poesía enriquece al lector mientras que un buen lector enriquece al poema, en lo que la gente llamaría un círculo vicioso, pero que es una espiral benéfica. Cuando un poema me habla de lo que no viví, aumenta mi experiencia, y cuando habla de algo que conozco es mi vida pasada la que da sentido y matices al poema, que vuelve a influir sobre uno con renovado vigor. Suena complejo, pero todo lector de poesía ha pasado por esa
experiencia. Ahora bien, para que el mecanismo gire, tiene que rodar sobre el eje fijo de la realidad, que es la tierra firme que comparten poeta, lenguaje, lector y tema del texto.
Dos pequeñas anécdotas reafirman la teoría. La primera, la flor del
asagao. Miguel d’Ors reprodujo en su
Sol de noviembre un haiku de Basho que a mí, en principio, me dejaba frío:
Yo soy un hombre
que come su arroz
ante la flor de asagao.
A Arp, sin embargo, le gustó muchísimo y, con instinto de filólogo, se puso a investigar qué flor era el
asagao. Pensó que la prímula, y yo seguí quedándome frío: una flor bonita pero cursi que no me decía nada. En Arp se puede confiar, no porque no se equivoque a veces, sino porque rectifica enseguida. A los pocos días nos informaba de que la flor de
asagao es, en realidad, nuestra
corregüela. Y, entonces, cuando el haiku de Basho arraigó en la tierra de su verdad, me emocionó: la corregüela es una flor silvestre, humilde y feraz, delicada sin embargo. Una flor delante de la cual el hecho de comer arroz es significativo.
Chiyo también habla de la flor del
asagao. Este haiku, en cambio, siempre me había gustado mucho por esa sensibilidad femenina que prefiere salir a pedir agua antes que arrancar unas plantas.
Cegado el pozo
por la flor de asagao,
salgo a por agua.
Conociendo la florecilla que merece su misericordia, llega más hondo aún.
Ahora, cuando veo corregüelas por los arcenes y en las vallas de las casas viejas, me fijo más, y recuerdo a los maestros.
La otra experiencia tiene que ver con las cigarras. Su música, siendo sinceros, no es más que un ruido chirriante, valga la recurrente y socorrida aliteración. Le prestamos oídos —además de porque no nos queda otro remedio— por su prestigio literario y su reversible moraleja, que
Inma nos recuerda. Así las cosas, cuando leí
Partitura de la cigarra, de Eugenio Montejo, me pareció que la poesía del gran venezolano estaba muy por encima de su tema y de su título.
Hasta que hace unos días cayó en mis manos esta contestación de Jean-Claude Roché (célebre bioacústico o, como él prefiere, ornitomelólogo) a una pregunta sobre el canto de las cigarras: “cantan muy bien. Pero los cantos que resultan
realmente hermosos son los de las cigarras de países tropicales, como las de
Venezuela o Malasia, por ejemplo. Es
extraordinario, porque todas cantan por la tarde, pero, a su vez, cada especie tiene
su momento exacto. Hay una que canta a las cinco y media; otra a las seis menos veinte; otra a las seis menos cinco… nunca juntas. Cada cual respeta su turno, con una
precisión tal, que podría poner mi grabadora en el momento exacto en que quisiera grabar una.”
Los subrayados son míos. Y la nueva emoción con la que he vuelto a Montejo también.